Por Pablo Mieres (*) | @Pablo_Mieres
Hace muchos años que se advierte por parte de diferentes analistas y actores políticos que había que aprovechar los tiempos de bonanza para realizar una serie de transformaciones fundamentales que permitieran enfrentar un posible cambio del ciclo de precios internacionales en las mejores condiciones posibles.
Se hizo todo lo contrario. Durante el gobierno de José Mujica se dilapidaron escandalosamente los cuantiosos recursos extraordinarios que ingresaron al Estado para sostener una brutal e ineficiente expansión del gasto público. Para que tengamos una idea de la magnitud del desaguisado, simplemente recordemos que en 2010 el Mensaje Presupuestal del gobierno entrante estimaba un crecimiento de la economía importante, pero más modesto del que efectivamente ocurrió, y se comprometía un déficit fiscal para 2014 de 0.8% del PIB.
Sin embargo, el gobierno de Mujica no solo no cumplió la meta del déficit fiscal, sino que lo multiplicó por cuatro veces y media. En efecto, al finalizar el período el déficit fiscal llegó a 3.6% del PIB. De un PIB bastante más alto del que se había proyectado. ¡Si se habrá aumentado el gasto público! Un verdadero record de irresponsabilidad y despilfarro.
Porque semejante desvío entre el déficit fiscal proyectado y el que efectivamente se produjo, solo podría haberse explicado en el sentido de que la economía haya tenido un incremento mucho más modesto, de tal modo que la recaudación del Estado hubiera sufrido un retroceso. Todo lo contrario, se creció más de lo estimado, se recaudó mucho más de lo estimado y, aun así, se multiplicó el gasto a tal punto de alcanzar un déficit fiscal de 3.6% del PIB. Una verdadera catástrofe.
Pero tampoco se produjo una mejora en las políticas públicas que se financiaron con tal incremento del gasto. Nada de ello ocurrió. La educación, lejos de mejorar, mostró indicadores más críticos, la inseguridad siguió aumentando, la marginalidad y la desintegración social también siguieron aumentando y las empresas públicas realizaron catastróficas inversiones que determinaron enormes pérdidas que todavía estamos pagando con sobreprecios en el combustible.
Aquellos lodos trajeron estos barros.
En efecto, al comenzar el actual período de gobierno se hizo evidente lo que antes se disimulaba en base a los excepcionalmente altos precios de los productos que nuestro país vendía al mundo.
Cuando los precios internacionales bajaron quedó en evidencia un viejo problema que se señalaba desde hace años, el aparato productivo uruguayo está sometido a un sistema de costos internos insostenible. A su vez, el peso excesivo de los costos internos existe para sostener la fantástica e ineficiente expansión del gasto público.
Entonces, desde 2015 el aparato productivo todo, no solo el sector agropecuario, ha estado sufriendo un deterioro creciente de la competitividad que implica un fuerte impacto en las cuentas de miles y miles de emprendedores que son, además, posibles creadores de empleos.
Por eso esta crisis es una crisis del conjunto del aparato productivo y también es una crisis de generación de empleo. No es un conflicto empresarial, es un conflicto sistémico que abarca al conjunto de la sociedad uruguaya, empresarios y trabajadores, campo y ciudad.
El estallido de enero se veía venir. Cuando uno recorría el país constataba un creciente malestar de diferentes sectores. La crisis de competitividad, la sensación de que los costos para producir eran cada vez mayores y que la rentabilidad es inexistente se convirtieron en un reclamo que, al comenzar el 2018 se transformó en una fuerte y significativa movilización social.
El problema es que el gobierno está encerrado en su propia lógica y subestima el grado de malestar y el deterioro real del sector productivo. Para colmo de males se declaró una situación de crisis climática expresada en una fuerte sequía que va a agregar nuevos e importantes impactos negativos sobre el sector productivo.
Frente a todo este panorama era necesaria una respuesta categórica que expresara que el gobierno entendía la magnitud del problema. Sin embargo, nada de ello ha ocurrido.
El gobierno ha respondido con pequeñas medidas claramente insuficientes y con un sentido de focalización que no atiende la generalidad del problema. Se han realizado algunos gestos de reducción impositiva muy focalizados y de impacto casi imperceptible.
Por el contrario, se necesitan medidas de impacto relevantes y de alcance general.
En particular, la rebaja generalizada del precio del gasoil para ubicarlo en el nivel de paridad de importación, es una medida apropiada y necesaria con alcance general y múltiples impactos en la cadena productiva. Además tendría un efecto de reactivación que, muy probablemente, reduciría en forma significativa el deterioro fiscal que tal rebaja podría implicar.
La reducción significativa del precio del gasoil sería una señal muy potente que reubicaría los términos del debate y permitiría una comunicación positiva entre el gobierno, la oposición política y el movimiento social que demanda respuestas.
Esa medida fuerte y de efecto inmediato debería estar acompañada de una batería de iniciativas de políticas con impactos de mediano plazo.
Nos referimos particularmente a iniciativas en tres áreas fundamentales.
La primera de ellas consiste en asumir un paquete de medidas de fondo que impacten sobre el gasto público, generando una reducción sensible, una mejora de la calidad del gasto que permita controlar el déficit fiscal.
La segunda de ellas implica asumir con urgencia en el plano de las relaciones internacionales, una ofensiva de múltiples acuerdos de liberalización del comercio con terceros países que permitan, en un plazo lo más rápido posible, obtener el ingreso de nuestros productos en nuevos mercados o incrementar el flujo comercial existente sin tener que pagar los aranceles que actualmente estamos pagando. Los países que compiten con nosotros nos llevan una gran ventaja en la apertura de mercados y acceso en condiciones más favorables.
Es urgente impulsar una estrategia decidida de acuerdos de libre comercio con países y bloques regionales en forma agresiva y fluida.
Y, en tercer lugar, con las cautelas y dificultades del caso, se debe operar en materia de política cambiaria para ir adecuando nuestro tipo de cambio a la realidad de nuestra economía. Este instrumento debe evaluarse y manejarse con extremo cuidado para no generar impactos no deseados. Pero resulta muy evidente que estamos en situación de atraso cambiario, y nuestra historia confirma que estas situaciones, tarde o temprano, se ajustan de una u otra manera.
Entonces, el deslizamiento gradual y controlado del ajuste de nuestra realidad cambiaria es la tercera línea de trabajo de mediano plazo que debemos impulsar.
No vemos al gobierno con disposición a reaccionar con la celeridad y profundidad que la hora requiere. Pero, al menos, queremos señalar qué medidas tomaríamos nosotros si nos tocara asumir las responsabilidades en las actuales circunstancias, porque entendemos que además de cuestionar lo actuado es requerido explicar lo que nosotros haríamos en estas circunstancias.
(*) Senador del Partido Independiente.