Por Álvaro Sanjurjo Toucon
El último traje. Argentina / España 2017
Dir. y guión: Pablo Stolarz. Con: Miguel Ángel Solá, Ángela Molina, Martín Piroyanski, Natalia Verbeke, Julia Beerhold.
“Todo el cine es político”. La frase la han pronunciado cineístas y diversos cientistas sociales. Ello no significa que todo film contenga un mensaje político. Significa que todo film, en tanto producto artístico y/o industrial, responde a la realidad política del medio que lo produce. Lo político no es cuánto aborde o deje de abordar su tema –incluso su formulación visual- sino cuánto, de un modo u otro, refleja la estructura sociopolítica de la que proviene.
De los muchos genocidios que conociera la humanidad, quizás ninguno alcanzó la saña, perversidad y descomunales monstruosidades que las perpetradas por el nazismo germano. Si dolorosa y terrible fue la muerte de los perseguidos a causa de su raza (concepto inexistente en la especie humana), el color de su piel (que la naturaleza adaptó de acuerdo a su hábitat), creencias religiosas o ideología, no menos terrible fue el drama de los sobrevivientes de “ghettos” y campos de concentración pergeñados por los eficientes ciudadanos del Tercer Reich.
Acerca de estos sobrevivientes, el cine ha dado excelentes títulos (“La pasajera”, de Munk; “El prestamista”, de Lumet; “Portero de noche”, de Cavani; “La decisión de Sophie”, de Pakula; etc.) y también melodramas, edulcoramientos (“La vida es Bella”, de Benigni) o shows espectacularmente reconstruidos (“La lista de Schindler”, de Spielberg) que quizás dentro de un siglo (o mucho menos) proporcionen “alimento” a aquellos que niegan la Shoah (traducible como “La catástrofe”, en lugar del más común “Holocausto”, que remite al sacrificio de orden religioso). Por si a alguien le quedan dudas, basta ir hasta Sachsenhausen, a veinte minutos del centro de Berlín.
Lo concreto es que se creó un cine de “judíos perseguidos”. Algo explicable, en primer lugar, por la legítima necesidad de perpetuar la memoria de la masacre; en segundo lugar, porque de todos los conglomerados humanos perseguidos por el Moloch hitleriano, los judíos fueron los más numerosos; y tercero, los judíos han ocupado y ocupan lugares clave en la industria cinematográfica mundial. En consecuencia, se impuso al cinéfilo la necesidad de una objetividad que permitiera separar el film creativo, inteligente, de una producción estereotipada, a la cual era “políticamente incorrecto” rechazar.
La búsqueda de lo diferente está en el inicio de “El último traje”. Historia de un judío afincado en la Argentina, nacido en Polonia, sobreviviente de un campo de exterminio. Hombre casi nonagenario, quien se ve arrojado de su propia casa vendida por sus hijas, las que desean internarlo en un geriátrico. Un tenue halo humorístico recorre este (¿auto?)retrato de una familia judía argentina. Incluso dejando entrever sombras en lo familiar y comercial del pasado porteño del anciano, acaso extensible a una modalidad en los negocios. Los judíos rioplatenses han sido ácidos caricaturistas de sí mismos en el cine de la vecina orilla; los personajes del uruguayo Daniel Hendler lo confirman.
Esa dislocación familiar y la desesperación del anciano, se volatilizan en cuanto el drama que encierran es desplazado por el ágil, divertido y escasamente creíble periplo iniciado por ese anciano cuya meta es entregar, en Varsovia, un traje a un amigo polaco, del que nada sabe desde que finalizara la guerra, hace más de setenta años. La composición que hace Solá del viejo judío es sobria, conmovedora, extrayendo con gestos y miradas sus esperanzas y la ausencia de estas. Es ese trabajo actoral el que logra hacer creíble, momentáneamente, su entorno repleto de seres bondadosos, dispuestos a ayudar a grados impensables al físicamente desagradable y desagradecido anciano que se atraviesa en su camino. El realizador guionista Stolarz –que sobria y patéticamente, con pocas escenas (precisos y bien ubicados “flashbacks”), recrea el demencial “ghetto” de Varsovia- parece querer decir que si hubo tanta gente mala hoy tenemos tanta gente buena. Una especie de péndulo compensatorio de las opciones humanas.
El film sabe acompasarse al pragmatismo imperante. Esa multitud de seres prestos a compadecerse y auxiliar al anciano, incluye bella y joven alemana (no judía pero estudiosa del tema), verdadero ángel -Ángela, más bien-, quien será la encargada de asegurar al anciano que en la Alemania actual no hay nazis, y que su generación se avergüenza de lo ocurrido en la guerra (responsabilidad quizás de sus abuelos). Habilitándose un fraternal abrazo: símbolo de reconciliación entre las víctimas de ayer con los nietos de sus verdugos. Ese abrazo, hilando fino, refleja una realidad concretada en el mundo real. Hasta mediados de 2017 –y quizás después en forma secreta- el consorcio alemán Thyssen Krupp proveyó de submarinos atómicos al gobierno de Israel. Las familias Thyssen y Krupp apoyaron y financiaron al nazismo y continuaron próximas a los círculos del poder. Del mismo modo que el consorcio IG Farben, proveedor del Gas Zyklon, logró la continuidad de sus industrias independizándolas, funcionando hasta el día de hoy, con sus reconocidas marcas de fábrica.
El desbarranque del film es progresivo e irreversible desde varias perspectivas, arribando –dentro de lo posible para la temática- a un “happy end” digno del Hollywood más convencional.
Ocurre que “El último traje” es cine convencional. Una coproducción hispano argentina cuyo guión y reparto parecen haberse confeccionado a la medida para cumplir cuanto requieren los programas de apoyo económico al cine por parte de instituciones de ambos lados del Atlántico. También es, justo es decirlo, un film profesionalmente impecable, atrapante, con un guión cuyos brillos superficiales encandilan lo suficiente para no ver, en primera instancia, el dominio de lo epidérmico, que ha destrozado una temática que irrumpe al inicio y luego es banalizada.
El film se permite también un chiste de orden interno. En determinado momento, alguien alude a un personaje apellidado Besuievsky. De inmediato le responden que es bastante insoportable o cosa por el estilo. La uruguaya Mariela Besuievsky, hace largos años afincada en Madrid, es la productora de “El último traje”.
“Paren el mundo, que me quiero bajar”. (Mafalda)