Por Renato Opertti (*) | @OperttiRenato
EDUY21 hace hincapié en la necesidad de tomar conciencia sobre el alcance, profundidad e implicancias de los cambios disruptivos que cuestionan nuestro modus vivendi. La disrupción puede ser entendida como el proceso por el cual se invalidan nuestras formas tradicionales de tomar decisiones individuales y colectivas (Stiegler, 2016). Si efectivamente encaramos la disrupción como una ventana de oportunidades para forjar una sociedad de oportunidades y de progreso asentada en una sana convivencia, surge la necesidad de repensar los sentidos, las finalidades y las herramientas de la educación.
Este repienso de la educación se puede plantear en términos de tres ejes fundamentales. El primero de ellos, implicaría sentar bases renovadas de una visión y de una práctica educativa que constituya una de las puertas de entrada fundamentales para recrear la confianza en el humanismo como sostén del progreso moral e intelectual de nuestras sociedades. En efecto, el humanismo allana el camino hacia el progreso, congeniando un entendimiento más afinado del mundo basado en la ciencia, la razón y el cosmopolitismo (Pinker, 2018). Como señala el propio Pinker, el humanismo tiene un récord histórico netamente favorable en contribuir al bienestar y a la prosperidad asociado a advocar por principios, ideas y propuestas que, imbricados en un enfoque de derechos humanos, responden instrumentalmente a las necesidades de la gente.
En particular, la educación debe recobrar la confianza y su sentido en ideales humanísticos que lleven a sentar bases comunes entre individuos y colectivos resguardando sus credos, afiliaciones e identidades, pero a la vez, reforzando y protegiendo los lazos comunes. Entendemos que el humanismo es el cimiento para congeniar las tres misiones que Morin (2017) le atribuye a la escuela:
(i) Antropológica, esto es, la humanización del niño o niña y ayudarlo a desarrollar lo mejor de sí mismo.
(ii) Cívica, esto es, formar ciudadanos capaces de tener a la vez autonomía individual e integrarse a la sociedad.
(iii) Nacional, esto es, la escuela debe contribuir a mejorar la calidad de vida y de pensamiento de la sociedad.
Bajo un ideal humanístico, la educación no debe reducirse a accesibilidad y escolarización, así como a la transmisión de información y contenidos. Tampoco puede implicar divisiones tajantes entre aprendizajes conceptualizados como “duros” –por ejemplo, las matemáticas- y “blandos” –aprender a vivir juntos-, o la separación de los conocimientos de las emociones y de sus contextos, así como de fundamentos éticos. En cambio, una educación con una impronta humanística comparte al alumno los valores, las referencias y los instrumentos que requiere para enfrentar los desafíos de un mundo que crecientemente le exige apertura de cabeza, interdisciplinariedad, visión de conjunto, polivalencia y flexibilidad para responder a situaciones cambiantes e impredecibles.
Un segundo eje es concebir la educación y los sistemas educativos integrando múltiples perspectivas y enfoques. La educación es más un asunto de entender matices que de tomar posicionamientos tajantes sobre opciones que pueden presentarse como mutuamente excluyentes. La ortodoxia no es un buen consejero en educación.
El desarrollo y la concreción de los aprendizajes tienen como soporte, pues, una visión educativa potente, materializada en un sistema educativo que facilita la formación de la edad de cero a siempre desde diversidad de ámbitos, enfoques y ofertas que ensanchan las oportunidades de aprendizaje a lo largo y ancho de la vida. Los mismos tienen un sentido último en el desarrollo de la sociedad, parten de entender sus necesidades, respetan y apuntalan los ritmos de progresión de cada estudiante, y se articulan en propuestas educativas que responden esencialmente a interrogantes y desafíos de la vida que abordamos como personas, ciudadanos, trabajadores, emprendedores e integrantes de diversos colectivos sociales (Oecd, OIE-Unesco & Unicef, 2016).
El alegato en favor de la diversidad y complementariedad entre aprendizajes requiere pensar y gestionar una educación que afanosamente busque la integración entre:
(i) Las cogniciones y las emociones, atenta a las circunstancias y los contextos.
(ii) El placer y el esfuerzo por saber.
(iii) Las humanidades, las ciencias y las tecnologías permeadas por un pensamiento ético potente.
(iv) El aprender a ser, conocer, hacer y vivir juntos.
(v) La disciplinariedad y la interdisciplinariedad.
(vi) El bienestar individual y colectivo (Blanquer & Morin, 2017).
Como afirma Morin (2017), la clave de la educación es enseñar a vivir para lograr la autonomía asentada en la convergencia e integración de saberes. La hiperespecialización puede devenir en un nuevo tipo de ignorancia que nos deje desprovistos de una visión de conjunto que es clave para poder actuar competentemente en un mundo de cambios disruptivos. En efecto, la educación debe promover la integración de las culturas humanística y científica ya que se necesitan mutuamente para comprender el mundo.
Un tercer eje es abrazar las diversidades para sostener una genuina inclusión. El entendimiento y el apuntalamiento de la diversidad en sus múltiples dimensiones es clave para ensanchar y democratizar oportunidades, procesos y resultados de aprendizaje (Ainscow, 2016). Esto implica entender la diversidad desde, por lo menos, dos ángulos complementarios.
Por un lado, los sistemas educativos pueden ser visualizados como facilitadores de oportunidades personalizadas de aprendizaje que orientan, integran, cobijan y dan seguimiento a diversidad de agentes, servicios, enfoques y estrategias. La diversidad no puede ambientarse ni promoverse desde sistemas educativos que obstaculizan oportunidades de aprendizaje manteniendo barreras entre lo público/privado o lo formal/no formal/informal. Más bien, es saludable y beneficioso que haya diversidad de respuestas a la luz de ampliar y democratizar oportunidades de aprendizaje para cada alumno respetando y construyendo en base a su singularidad. La relevancia de las diferentes respuestas no está dada, principalmente, por su forma de administración, sino por la calidad y equidad de la propuesta institucional, curricular, pedagógica y docente, y por las evidencias en logros en procesos y resultados educativos.
Por otro lado, es necesario afinar el entendimiento de las múltiples fuentes de diversidades –entre otras, individuales, de género, sociales, culturales, étnicas y territoriales-, así como las sinergias entre las mismas. La diversidad es una fuente de oportunidades para democratizar aprendizajes que en modo alguno deba ser vista como un “impedimento” de la labor docente. Entre otras cosas, esto supone revisar la manera de entender a alumnos y docentes. Cada alumno es un ser singular y especial que no tiene umbrales en su capacidad de aprendizaje si es debidamente motivado y respaldado. Asimismo, los docentes son un mundo de ideas y representaciones sobre sus identidades, su rol en la sociedad, sobre el enseñar y el aprender, sobre los alumnos y el relacionamiento con los mismos, que es necesario conocer, respetar, revisar y apuntalar.
Sin generar empatía, respeto, confianza y colaboración entre docentes y alumnos, la educación pierde sentido y relevancia, y sus impactos son magros. La evidencia mundial nos indica claramente que los sistemas educativos con mejores logros son aquellos que están concebidos y gestionados para que los docentes orienten al alumno y a sus procesos de aprendizaje, y que los alumnos protagonicen y se responsabilicen por sus aprendizajes (EDUY21, 2018).
(*) Integrante de EDUY21.