Por Iván Posada (*) | @IvanPosada33
Como era previsible, hace un año atrás, la situación de la economía de nuestro país supone un severo condicionamiento para el nuevo gobierno que asumirá el próximo 1° de marzo de 2020. De hecho, los datos conocidos a noviembre de 2019 muestran que el déficit fiscal representa 3% del PIB. Sin embargo, cuando corregimos los ingresos del BPS, considerando el efecto circunstancial (1,3% del PIB), generado por el Fideicomiso creado al amparo de la Ley N° 19.590, el déficit fiscal es de 4,3% del PIB. En principio, la relación de Deuda Bruta y Deuda Neta (excluyendo encajes) con respecto al PIB, proyectadas por el Ministerio de Economía y Finanzas para el cierre de 2019, se ubicaba en 67,2% y 44% respectivamente. Por otra parte, la pérdida de más de 50 mil puestos desde el segundo trimestre de 2014 impacta en la tasa de desempleo. El dato a noviembre es de 9,2% de la población económicamente activa en todo el país, 8,1% en Montevideo y 10% en el Interior.
El escenario macroeconómico impone la necesidad de implementar un plan creíble de reducción del déficit fiscal y de reactivación de la deprimida actividad del último lustro, para lo cual resulta vital recuperar la competitividad, de forma tal de incrementar la alicaída inversión y revertir la acentuada pérdida de puestos de trabajo.
A pesar de la ralentización del crecimiento económico, con sectores que como la construcción, la industria y el comercio, que han exhibido notorios retrocesos en el período de gobierno que culmina, nuestro país muestra una sólida situación financiera. Esto, debido a una exitosa gestión de deuda que ha permitido mejorar sustancialmente el perfil de endeudamiento tanto en moneda como en plazos, así como el costo de financiamiento, al tiempo que acumuló un importante nivel de reservas internacionales. A esto se suma la posibilidad de acceder a financiamiento con organismos internacionales de desembolso inmediato por US$ 2.425 millones.
Por otra parte, la concreción de las inversiones del Ferrocarril Central y la construcción de la nueva planta de UPM en Paso de los Toros, al margen de los cuestionamientos que las mismas despiertan, generan expectativas en la reactivación del sector de la construcción, que a fines de 2018 mostraba una caída del 12% con respecto al año 2014.
El nuevo gobierno, mientras proyecta la nueva Ley de Presupuesto, redefiniendo y reestructurando programas, objetivos y niveles de gasto asignados para el cumplimiento de los mismos, sobre la base de criterios de eficiencia y de mejora de la calidad del gasto, deberá, sin demora, establecer límites de ejecución en el presupuesto vigente de gastos de funcionamiento, incluidas las transferencias y las inversiones, en todos los incisos. En tal sentido, la oportunidad de hacerlo es a través de la Rendición de Cuentas del año 2019, que permite establecer normas presupuestales para el año en curso. Es también la forma inmediata de enviar señales claras al mercado, pero especialmente a las calificadoras de riesgo, que estarán monitoreando estos primeros pasos.
La principal prioridad del nuevo gobierno es que la economía retorne un crecimiento anual de al menos 3%. En pos de tal objetivo, resulta vital recuperar la competitividad y la confianza de los agentes económicos, sin perder de vista que la inserción internacional para un país productor de alimentos para 30 millones de personas es un objetivo estratégico irrenunciable. Parece claro que ambos factores -competitividad y confianza- son claves para volver a tener los niveles de inversión que determinaron el notable crecimiento de nuestra economía en la década cerrada en el 2014.
Recuperar la competitividad no es tarea fácil. Nuestro país está caro en dólares. El atraso cambiario es un dato de la realidad y sus consecuencias, las más recientes por ejemplo, se están viendo en la temporada turística. El análisis de la evolución del Indicador de Tipo de Cambio Real que publica el Banco Central del Uruguay pone de manifiesto que resulta necesario una apreciación del dólar del orden del 15% con respecto a la cotización actual. ¿Es posible recuperar la competitividad perdida haciendo política monetaria, en un país caracterizado por la existencia de dos monedas? O será necesario, volver a replantearnos hacer política cambiaria. Esta es una definición central. Una decisión de política económica a la que el próximo gobierno, se verá enfrentado.
Pero, además, para que nuestro país retome la senda del crecimiento se debe reformar la estructura tributaria aplicable a las Micro y Pequeñas Empresas (mypes). Resultan insostenibles los costos del régimen actual, por los impuestos, por los tributos patronales y por las tarifas de los servicios públicos. La tributación a la renta debiera simplificarse, adoptando una imposición similar al IRPF, admitiendo deducir los costos más significativos. Las tarifas públicas, salvo que la actividad suponga un uso intensivo del servicio, debieran ser las mismas que se aplican a nivel residencial. Obviamente que la situación fiscal opera como una limitante a esta reforma tributaria, pero dado el dinamismo de las mypes, el retorno esperado en la revitalización del mercado de trabajo es un fundamento válido para impulsarla.
Al fin y al cabo, los ajustes que no hace el gobierno los termina haciendo el mercado. La sustancial diferencia es que el mercado no distingue en quién paga los costos sociales. Hace tabla rasa. Y, obviamente, los sectores de menores ingresos terminan pagando las consecuencias.
Por tanto, los problemas reseñados tendrán prioridad en la lista de desafíos que deberá asumir el nuevo gobierno. Pero sería un error que los temas urgentes desplacen por completo a aquellos que constituyen la base de la transformación del Estado uruguayo.
La reforma del Estado es un desafío absolutamente impostergable. La realidad nos muestra que los modelos de gestión que han predominado se corresponden con un modelo clientelístico, carente de profesionalidad, improvisado, con ausencia absoluta de controles respecto al cumplimiento de los cometidos en términos de eficiencia. Autocomplaciente. Ese modelo es el perfecto caldo de cultivo para propiciar la corrupción.
Lo más grave es que esta forma de concebir el Estado nos está ganando. La ausencia de rigor intelectual para el análisis del funcionamiento del Estado es propia de este tiempo en que las redes sociales dan amparo a las más variadas opiniones, que en su gran mayoría, provienen de un análisis carente de información y rigurosidad.
Cada esfuerzo que nuestro país realizó en el pasado para reformar el Estado quedó a la vera del camino. Desde los primeros diagnósticos, allá por los años 50, que tentaban implantar la lógica de la racionalidad en la Administración Pública, o los impulsados desde la visión desarrollista de la Cepal a cuyo amparo se creó la Comisión de Inversiones y Desarrollo (CIDE) que planteó la necesidad de impulsar una reforma administrativa orientada hacia la planificación para el desarrollo. O los impulsos generados con posterioridad a la reinstauración democrática, como el encabezado por Alberto Sayagués con fuerte énfasis en la desburocratización durante el período de gobierno de Lacalle Herrera. O las reformas orientadas hacia la racionalización y reestructuración organizativa lideradas por Eduardo Cobas durante el segundo período de Sanguinetti. O más recientemente, durante el primer período de Vázquez, la reforma administrativa que tuvo a su frente a Conrado Ramos.
Este Estado obsoleto se corresponde con lo que somos. Al fin de cuentas, en la dirigencia política, la intelectualidad y la sociedad en general, priman las miradas cortoplacistas, las visiones bipolares y las categorizaciones ideológicas perimidas en el mundo, pero vigentes en este Uruguay de hoy.
Según el color del cristal, los hechos pasan de ser la verdad revelada para unos, a una oprobiosa falsedad para otros. No hay términos medios. Solo un exultante e irracional maniqueísmo que todo lo niega, que nada construye.
Sin objetivos estratégicos que nos orienten y nos comprometan. Sin planes estratégicos, sin consensos básicos que permitan acordar las políticas públicas, marchamos al son de la coyuntura. De los precios internacionales, de los productos que exportamos, de la liquidez internacional en el mercado de capitales. Está claro que somos tomadores de reglas y de precios. Ese contexto nos viene dado y sobre él no podemos incidir mayormente. Pero sí podemos prepararnos para enfrentarlo. Sí podemos programar el uso de los recursos asignándoles consistencia intertemporal. Sí podemos reducir nuestras vulnerabilidades para enfrentar los riesgos. Sí podemos consolidar una estrategia de desarrollo de largo plazo.
Nadie nos regalará nada. En este desafío los uruguayos estamos solos. Depende de nosotros mismos. Un primer paso al menos sería identificar nuestras fortalezas y debilidades. Identificar las oportunidades y amenazas que se ciernen sobre nosotros. Con un mercado interno de algo más de tres millones de habitantes, la clave estratégica de nuestro desarrollo es cómo nos insertamos en el mundo. Y para asumir tal desafío necesitamos imperiosamente profesionalizar la gestión del Estado.
Nos quedamos atrás. Nuestro PIB por habitante en 1955 era similar a los países europeos con mejor calidad de vida. Más de 60 años después la diferencia es abismal. Hay que dar vuelta la pisada. No es fácil. No por los obstáculos. Sino por nosotros mismos. Una revolución nos convoca. Ni más ni menos que cambiar nuestra actitud. Hacer del conocimiento nuestro paradigma. He ahí el principio de un cambio definitivo, sustentable y verdadero.
(*) Diputado por Montevideo – Partido Independiente