POR LUIS ALMAGRO, SECRETARIO GENERAL DE LA OEA
El conjunto de las democracias de la región nos muestra democracias buenas, regulares, malas (y muy malas), y además de esa variedad de democracias tenemos dictaduras, unas ya consolidadas y otras en fase de consolidación definitiva. Las dictaduras, obviamente de manera especial aquellas que están en proceso de consolidación, hacen algunos esfuerzos para denunciar a las malas democracias, pero ni así es posible la comparación.
Hay líneas que una vez cruzadas hacia la dimensión dictatorial llevan al fracaso del sistema político, económico y social. El punto definitivo de quiebre es cuando se le roba la soberanía al pueblo, cuando el pueblo pierde la capacidad constitucional de forzar la alternancia en el poder.
En ese punto, el mayor o menor grado de acceso a derechos humanos queda en la discreción del régimen dictatorial. Aunque sea una “dictablanda”, porque usan la discreción para garantizar algunos derechos, la “soberanía” popular no se ejerce, y se reprime.
Ese proceso, en general, tiene etapas previas de cooptación de poderes del Estado –especialmente el Judicial y el Electoral-, de corrupción, de financiamiento ilegal de campañas políticas, de persecución y discriminación política, de ataques a la libertad de prensa.
En 40 años hemos visto las dictaduras de los 80, la gran ilusión democrática de los 90, las democracias de los 2000, que fueron incubando en algunos países gérmenes autoritarios (el caso más extremo es obviamente Venezuela), y la segunda década de los 2000, en la cual se hicieron evidentes las vulnerabilidades políticas y sociales a medida que los países se sentían más o menos afectados por los descensos marcados del boom de los commodities.
Las deficiencias estructurales siguieron estando ahí: el continente más desigual, el más violento (aun sin conflictos armados) y aquel en el que el crimen organizado permea de manera más dramática los sistemas políticos.
Esas vulnerabilidades se hicieron cada vez más evidentes y quedó demostrado que seguían allí sin importar todos los vaticinios de entidades financieras internacionales o de los apaciguadores permanentes (internacionales o nacionales) de los errores políticos, sociales y económicos (me refiero a los que viven presentando una edulcorada visión positiva de la realidad, aunque las cosas vayan mal).
Luego, sobre todo eso, vino la pandemia del covid-19, que demostró claramente que el hemisferio no estaba preparado ni en términos sanitarios ni sociales ni políticos ni económicos.
El impacto de víctimas ha sido altísimo: con un aproximado del 8% de la población mundial llegamos a tener un 38% de las víctimas. El impacto económico y social también ha sido desproporcionadamente alto por los recurrentes problemas latinoamericanos de falta de acumulación financiera, bajo nivel tecnológico y recursos humanos de capacitación muy, muy desigual.
Las vulnerabilidades a las que hacíamos referencia obstaculizan enfrentar los shocks externos como la pandemia de forma resiliente, en tanto los países menos vulnerables saldrán mejor de esta situación. La desigualdad entre países y al interior de los países entre los que tienen más capacidades y los más vulnerables, aumentará.
La irracionalidad política, además, ha tenido puntos demasiado altos.
Hace poco más de un mes hubo un atentado contra la vida del presidente Duque, y hace tres semanas fue asesinado el presidente de Haití, Jovenel Moïse. La pérdida del Estado de derecho democrático es sistémica en muchos países del hemisferio. La falta de independencia de los poderes del Estado y, fundamentalmente, la cooptación de poderes judiciales como instrumentos represivos o de amedrentamiento o de persecución política tiende a repetirse. Las democracias de la región no están ni remotamente preparadas para enfrentarse al “juego sucio” que surge dentro del propio funcionamiento de la democracia.
Cuarenta años es mucho tiempo para la democracia, en cualquier país, en cualquier comunidad, en un hemisferio entero. La democracia no es un punto de referencia de la dimensión humana y de nuestras realidades, sino que, por el contrario, tiene todo que ver con lo que vivimos, con cada derecho que ejercemos, cada opinión que damos.
En el año 82 estábamos viendo qué se podía y qué no se podía, cómo recuperábamos la democracia; todo era expansivo en la conceptualización política, íbamos a dejar atrás las dictaduras, las desigualdades, las pobrezas políticas, económicas y sociales que teníamos.
Las democracias retornaron en esa década prácticamente en cada rincón del continente donde se habían perdido, menos en el bastión ideológico de lo más pobre que tiene la izquierda para ofrecer, que es Cuba, pobre en libertades, pobre en diseño productivo, pobre en diseño social, pobre en pensamiento ideológico, rico en represión, rico en intervencionismo (aunque cuando lo hace el régimen cubano se llama internacionalismo), rico en mentiras políticas.
Luego, la caída del Muro de Berlín, la caída de la Cortina de Hierro y el enterramiento en el fracaso del modelo soviético dio nuevo oxígeno a la idea de la democracia en el hemisferio occidental.
Lamentablemente, este bastión dictatorial más tarde fue afectando la propia evolución de la democracia hemisférica, la perennidad dictatorial cubana cobró su primera víctima en términos productivos, económicos y financieros con la Venezuela de Chávez (y Pdvsa), hasta llegar al punto de perder la que era una de las más antiguas democracias en el hemisferio, reproduciendo condiciones de corrupción política. Hoy, con un par de amenazas más, muy definidas, se puede ver lo nocivo de esa contaminación.
Se ha hablado muchas veces de alguna que otra década perdida; en realidad llevamos 200 años de décadas perdidas, con prácticamente las mismas estructuras de pobreza y desigualdad, las mismas lógicas de violencia e inseguridad, las mismas debilidades institucionales y de funcionamiento.
El camino hacia adelante tiene que ver con mejores democracias. Las mismas las construyen los ciudadanos, sea en la participación política o en la representación, y es la educación la que nos permite tener mejores ciudadanos. Sin sistemas de educación pública democratizados y eficientes en la formación de capacidades será muy difícil.
El siguiente aspecto tiene que ver con la calidad de nuestras instituciones, que tienen que ser capaces de brindar soluciones adecuadas a los principales temas de la ciudadanía y de los grupos de interés. Deben ser instituciones responsables con controles eficaces para la corrupción y que puedan generar las condiciones necesarias para crear riqueza, con capacidades para no ser afectadas por las presiones indebidas de grupos políticos, económicos o de crimen organizado.
Es imprescindible también contar con sistemas políticos con diálogo político mejor estructurado, que despolaricen las dinámicas de confrontación política, que eviten la predominancia política de proyectos irreconciliables radicalizados y poco representativos, que se han impuesto a través de la “enemización” transformada en estrategia política para hacer viables proyectos políticos poco realistas.
También es necesaria una sociedad civil organizada fuerte, organizada en sindicatos, en cámaras empresariales, en organizaciones no gubernamentales, por su poder para reforzar el tejido económico y social y por su poder de contrapeso del poder político.
Y, por supuesto, un Estado presente, con funcionarios públicos capacitados y procesos y procedimientos que reduzcan el riesgo de corrupción.
Educación, organizaciones políticas, sociedad civil y Estado son los pilares de la construcción y fortalecimiento de las instituciones políticas y económicas de los países. Si estos pilares son débiles o existe desbalance entre ellos, la construcción democrática es inestable.
La estabilidad institucional debe ser el centro de nuestras preocupaciones, basados en el respeto de las constituciones y la más plena vigencia del Estado de derecho democrático. En definitiva, que estos elementos esenciales sean una realidad en cada sistema político o, por lo menos, que tengan el mejor funcionamiento posible. Me refiero al “respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.