Por Dr. Jorge Chediak (*)
El segundo martes de noviembre 131,7 millones de ciudadanos votaron en la 58ª elección de Presidente y la 115ª elección del Congreso de los Estados Unidos (se eligieron 34 integrantes de un total de 100 en la Cámara de Senadores, y la totalidad de los 435 integrantes de la Cámara de Representantes). Tan destacado hito democrático se ha reiterado sin interrupción durante envidiables 227 años, desde la elección en 1789 de George Washington como primer presidente de los Estados Unidos. Al haber concentrado el proceso eleccionario del 45º presidente de los EE.UU. la atención del mundo todo, resulta particularmente relevante recordar algunas características esenciales del sistema democrático.
En el año 1776 se plasma, con la Declaración de Derechos de Virginia, un mojón fundamental en el desarrollo del sistema democrático republicano, que Sir Winston Spencer Churchill calificara un siglo y medio después como “el peor sistema de gobierno inventado por el hombre, con excepción de todos los demás”. Un sistema complejo y equilibrado, basado con palmario realismo en la desconfianza hacia la naturaleza humana y su ejercicio del poder. Recelo obviamente emanado de tener presente los milenios de nuestra propia historia como raza. Y la solución dada, por los Padres Fundadores de los EE.UU., al problema del ejercicio históricamente abusivo del poder fue ciertamente brillante: dividirlo. Dividirlo para que se controle a sí mismo. Los siete Padres Fundadores más relevantes de la democracia del norte (George Washington; John Adams; Thomas Jefferson; James Madison –por su orden los cuatro primeros presidentes de los Estados Unidos-; John Jay –primer presidente de la Suprema Corte-; Alexander Hamilton –primer secretario del Tesoro-; y el científico Benjamín Franklin), junto a otros como Thomas Paine, establecieron las bases del nuevo sistema de “controles y balances” o de “pesos y contrapesos” entre las distintas áreas del gobierno (“N°5: Que los poderes Legislativo y Ejecutivo del Estado deben ser separados y distintos del judicial…” –Declaración de Derechos de Virginia del 12 de junio de 1776-). Ello con la finalidad de poner a la persona humana y sus derechos inherentes, a su libertad, a resguardo de los abusos del poder. El sistema adecuado de balances y controles es la base de la democracia, pues ese ejercicio de mutuos controles entre los poderes es lo que permite la mayor protección de la libertad de los ciudadanos, y la propia estabilidad de la República.
Como lo expresara Madison en forma impecable “Si los ángeles gobernaran a los hombres, no sería necesario ningún control externo ni interno sobre el gobierno” (El Federalista, N° 51). Y siguieron para ello el pensamiento del francés Charles Louis de Secondat, que –como lo recordara el Dr. Carlos Maggi- ha pasado a la posteridad no por su apellido, sino por su título nobiliario de Barón de Montesquieu: “En el Estado en que un hombre solo, o una sola corporación de próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de efectuar las resoluciones públicas y de juzgar los crímenes y contiendas, todo se perdería enteramente” (El Espíritu de las Leyes, 1748).
No resulta ocioso destacar que se incluye también al “pueblo” entre los estamentos que pueden afectar los derechos de todas y cada una de las personas, si concentraran el poder. Al decir de Madison “Si una mayoría se une por obra de un interés o pasión común, los derechos de la minoría estarán en peligro” (El Federalista, N° 51). Es decir que en el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, ni siquiera éste debe concentrar poder excesivo. Y la clave para que la separación de poderes funcione de forma efectiva, y se conserve la libertad, es que cada poder del Estado “debe tener voluntad propia y consiguientemente estar constituido en forma tal que los miembros de cada uno tengan la menor participación posible en el nombramiento de los miembros de los demás” (El Federalista, N° 51).
Actualmente existe una vacante en la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, que no se incluyó en la elección popular. Para las ramas ejecutiva y legislativa los Padres Fundadores consideraron fundamental la periodicidad de los mandatos, y la realización de “elecciones frecuentes, justas y regulares” (art. 5º de la Declaración de Virginia) para la renovación de los titulares. El único presidente que desempeñó el cargo durante más de ocho años fue Franklin Delano Roosevelt (12 años y un mes). Y a partir de la Vigesimosegunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos ratificada en 1951, se ha limitado expresamente a dos períodos la posibilidad de ejercer el cargo.
Pero la lógica para la rama judicial es diversa, para fortalecerla y preservar mejor el derecho de cada persona a tener jueces independientes. Ello pues la rama judicial es relativamente más débil, al no controlar las Fuerzas Armadas (“la espada”) como la rama ejecutiva, ni el Presupuesto (“la bolsa”) como la rama legislativa. En la Constitución de la Comunidad de Massachusetts de 1780 se establece claramente que “Es el derecho de todo ciudadano ser juzgado por jueces tan libres, independientes e imparciales como lo permita la naturaleza humana. Por lo tanto no solo es la mejor política, sino que para la garantía de los derechos del pueblo y de todo ciudadano, los jueces del Tribunal Judicial Supremo deberán mantener sus cargos mientras su comportamiento sea bueno…” (art. XXIX). Por ende, los nueve miembros de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos tienen mandatos vitalicios, y solo cuando ocurra una vacante el presidente podrá nombrar un candidato, si cuenta con la aprobación de la mayoría simple de la Cámara de Senadores. El promedio de duración en el cargo de los 112 juristas que hasta el presente han sido miembros de la Suprema Corte es de 15 años y medio, y 14 de ellos desempeñaron sus funciones por más de 30 años. John James Marshall, quien es considerado el Juez más influyente en la historia de los Estados Unidos, fue presidente de la Suprema Corte durante 34 años (1801 a 1835), coexistiendo con cinco titulares sucesivos de la rama ejecutiva. Actualmente el Juez Anthony Kennedy lleva 28 años en funciones.
En la República Oriental del Uruguay hemos seguido criterios constitucionales análogos. En nuestra primigenia Constitución de la República de 1830 se estableció la duración en el cargo de presidente de la República en cuatro años (art. 75), que se elevaron a cinco años en nuestra actual Constitución de 1967 (art. 152). A su vez se dispuso que los jueces permanecieran en los cargos “todo el tiempo de su buena comportación” (art. 95), y a partir de la Constitución de 1934 se limitó la duración en el cargo de ministro de la Suprema Corte a diez años (art. 213) o hasta el cumplimiento de 70 años de edad (art. 226). Los ministros Benito Cuñarro y Julio Bastos permanecieron en el cargo durante 21 años. Es decir que como garantía de equilibrio del sistema democrático de controles y balances, los cargos de los titulares de las ramas Ejecutiva y Legislativa del gobierno son breves, y los de los titulares de la rama judicial resultan mucho más extensos.
(*) Ministro de la Suprema Corte de Justicia.