Por Iván Posada (*) | @IvanPosada33
El tema desapareció de la agenda pública. A veces, alguna mención de quien sabe de antemano que está arando en la arena. Un simple recordatorio del que nadie se hará cargo. Sin embargo, cuando analizamos la crisis educativa que profundiza y consolida la brecha social que genera el conocimiento como clave del desarrollo humano, estamos en las raíces del problema. Está en los magros resultados en materia de seguridad pública que a pesar del esfuerzo y la inversión realizada, obtiene el Ministerio del Interior. Y es una parte sustancial del problema que explica el funcionamiento de un sistema de salud, que dista de ser integrado, cuyo gasto creció exponencialmente, pero que sigue siendo profundamente inequitativo.
Está definitivamente presente en lo que ha pasado con el transporte ferroviario de cargas que resulta clave para el sistema modal de transporte. Lo es en varios sentidos. También desde el punto de vista político institucional, dada la alta dependencia que nuestro país tiene del transporte carretero de cargas. A fines del primer período de gobierno de Vázquez, en julio de 2009, se realizó el “lanzamiento del inicio de actividades y la firma del Contrato de Rehabilitación de Vías entre la Corporación Ferroviaria del Uruguay SA (CFU) y la Administración de Ferrocarriles del Estado (AFE)”. En marzo de 2010, un informe del Banco Mundial decía que AFE era la peor del continente: “Tiene exceso de personal y su productividad es la más baja de todos los ferrocarriles del continente. Los resultados económicos son deficientes y los ingresos operacionales no alcanzan para pagar las remuneraciones del personal. … Como empresa está en un estado de deterioro que es producto de muchos años de una gestión que no ha sido modernizada, lo cual hace extremadamente difícil lograr un cambio con el mismo sistema de gestión”. Y a pesar que el presidente Mujica afirmó enfáticamente en diciembre de 2009 ante el Congreso de Intendentes: “Va a haber ferrocarril, va a haber ferrocarril…tres veces lo digo, va a haber ferrocarril”, el entonces presidente de AFE y actual subsecretario del Ministerio de Transporte y Obras Públicas, Jorge Setelich, puso el dedo en la llaga: “Hay un deseo importante de que se recupere. Yo entiendo que hay una visión política de que el ferrocarril puede jugar un papel, de que estamos en la salida de la hidrovía, de que tenemos frontera con la sexta economía mundial, que es Brasil. Todo ese concepto general de la importancia de la infraestructura, la logística y del ferrocarril está claro. El problema es que no se ha trasladado a decisiones concretas que permitan inversiones”.
Pero hay más. Cuando hablamos de las fundadas sospechas de corrupción que envuelven la desastrosa gestión de Ancap, el tema está presente. Lo está en la escandalosa garantía que el Estado uruguayo siendo socio minoritario otorgó a Pluna para la compra de los siete aviones y también en el posterior desenlace de su liquidación. Y vaya si lo está en este inexcusable episodio de conjunción del interés personal y del público, donde una empresa creada en el ámbito de un grupo político recibe los favores del entonces presidente Mujica en la intermediación comercial con Venezuela.
Por cierto, los modelos de gestión se corresponden con esta lógica de la improvisación, porque al fin y al cabo, este modelo clientelístico, carente de profesionalidad, con ausencia absoluta de controles respecto al cumplimiento de los cometidos en términos de eficacia y eficiencia, autocomplaciente, es el perfecto caldo de cultivo para propiciar la corrupción. Y por favor, tengamos memoria, el Frente Amplio no tiene la exclusividad.
Lo más grave es que esta forma de concebir el Estado nos está ganando. La ausencia de rigor intelectual para el análisis del funcionamiento del Estado es propia de este tiempo en que las redes sociales dan amparo a las más variadas opiniones, que en su gran mayoría, provienen de un análisis carente de información y rigurosidad.
Cada esfuerzo que nuestro país realizó en el pasado para reformar el Estado quedó a la vera del camino. Desde los primeros diagnósticos allá por los años 50 que tentaban implantar la lógica de la racionalidad en la Administración Pública, o los impulsados desde la visión desarrollista de la Cepal a cuyo amparo se creó la Comisión de Inversiones y Desarrollo (CIDE) que planteó la necesidad de impulsar una reforma administrativa orientada hacia la planificación para el desarrollo, o los impulsos generados con posterioridad a la reinstauración democrática, como el encabezado por Alberto Sayagués con fuerte énfasis en la desburocratización durante el período de gobierno de Lacalle Herrera o las reformas orientadas hacia la racionalización y reestructuración organizativa lideradas por Eduardo Cobas durante el segundo período de Sanguinetti, o más recientemente, durante el primer período de Vázquez, la reforma administrativa que tuvo a su frente a Conrado Ramos.
Tal parece, que en este período de gobierno ese afán reformista del que hizo gala el presidente Vázquez cuando se refiririó a la reforma del Estado, como la “madre de todas las reformas” ha quedado sepultado en el olvido. Este Estado uruguayo obsoleto, parafraseando al presidente, es el padre de una parte sustancial de los problemas que nos afectan a los uruguayos.
La realidad es que nuestro país está enfermo. Este Estado obsoleto se corresponde con lo que somos. Al fin de cuentas, en la dirigencia política, la intelectualidad y la sociedad en general, priman las miradas cortoplacistas, las visiones bipolares y las categorizaciones ideológicas perimidas en el mundo, pero vigentes en este Uruguay de hoy.
Según el color del cristal, los hechos pasan de ser la verdad revelada para unos, a una oprobiosa falsedad para otros. No hay términos medios. Solo un exultante e irracional maniqueísmo que todo lo niega, que nada construye.
Sin objetivos estratégicos que nos orienten y nos comprometan. Sin planes estratégicos, sin consensos básicos que permitan acordar las políticas públicas, marchamos al son de la coyuntura. De los precios internacionales, de los productos que exportamos, de la liquidez internacional en el mercado de capitales. Está claro que somos tomadores de reglas y de precios. Ese contexto nos viene dado y sobre él no podemos incidir mayormente. Pero sí podemos prepararnos para enfrentarlo. Sí podemos programar el uso de los recursos asignándoles consistencia intertemporal. Sí podemos, reducir nuestras vulnerabilidades para enfrentar los riesgos. Sí podemos, consolidar una estrategia de desarrollo de largo plazo.
Nadie nos regalará nada. En este desafío los uruguayos estamos solos. Depende de nosotros mismos. Un primer paso al menos sería identificar nuestras fortalezas y debilidades. Identificar las oportunidades y amenazas que se ciernen sobre nosotros. Con un mercado interno de algo más de tres millones de habitantes, la clave estratégica de nuestro desarrollo es cómo nos insertamos en el mundo. Y para asumir tal desafío necesitamos imperiosamente profesionalizar la gestión del Estado. Hay ejemplos exitosos como el Chile que podrían servirnos de ejemplo.
Esta es la realidad uruguaya. La apuesta a la mediocridad. A la solución “solidaria” de vivir y dejar vivir. Al no te metás. Al corporativismo. A enredarnos en discusiones estériles. Por supuesto, no es patrimonio exclusivo de los frenteamplistas. Ni de blancos o colorados. Ni de los independientes. Es patrimonio de todos. Es la pesada culpa que cargamos en nuestras espaldas. No de ahora. Desde hace mucho tiempo. Tanto, que Carlos Quijano lo sintetizaba magistralmente en diciembre de 1965: “A los orientales nos gusta engañarnos, tomar nuestros vagos y mediocres deseos por realidades, despreciar los hechos cuando perturban nuestra tranquilidad. En el mismo altar de la irrealidad, todos oficiamos, todos hacemos nuestros reverenciales sacrificios, todos convivimos. Es una tácita y común hipocresía.”
Nos quedamos atrás. Nuestro PIB por habitante en 1955 era similar a los países europeos con mejor calidad de vida. Más de sesenta años después, la diferencia es abismal. Hay que dar la vuelta la pisada. No es fácil. No por los obstáculos. Sino por nosotros mismos. Una revolución nos convoca. Ni más ni menos que cambiar nuestra actitud. Hacer del conocimiento nuestro paradigma. He ahí el principio de un cambio definitivo y verdadero.
(*) Diputado por Montevideo – Partido Independiente