Por: Dr. Juan Raúl Williman Sienra | @jrwilliman
En un Estado de derecho democrático y republicano las sentencias están para cumplirse, pero más aún si se trata de derecho internacional de derechos humanos.
El pasado jueves 15 de junio del corriente, en el Palacio Legislativo, el Estado uruguayo (sí, el Estado y no el gobierno) debió asumir y reconocer su responsabilidad en los asesinatos de Silvia Reyes, Laura Raggio, Diana Maidanik, y en las desapariciones forzadas de Luis Eduardo González y Oscar Tassino.
El acto reparatorio se dio en cumplimiento de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que nos obliga como Estado parte de la Convención Americana de Derechos Humanos, sometido voluntariamente a la jurisdicción de la Corte.
En efecto, nuestro país ratificó la Convención Americana de Derechos Humanos a través de la Ley Nº 15.737 el día 8 de marzo de 1985, la que fuere publicada en el Diario Oficial el día 22 de marzo del mismo año.
Específicamente, el artículo 15 de la referida norma dispone: “Apruébase la Convención Americana sobre Derechos Humanos, llamada Pacto de San José de Costa Rica, firmada en la ciudad de San José, Costa Rica, el 22 de noviembre de 1969, cuyo texto forma parte de la presente ley”.
Seguidamente el artículo 16 establece: “Reconócese la competencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por tiempo indefinido, y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de esta Convención, bajo condición de reciprocidad”.
Como se puede advertir de la simple lectura de los artículos transcriptos, nuestro país reconoció de pleno derecho la competencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para entender en todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de la Convención, por tiempo indefinido.
Específicamente, el artículo 62 de la Convención establece que todo Estado parte puede en el momento del depósito de su instrumento de ratificación o adhesión de esta Convención, o en cualquier momento posterior, declarar que reconoce como obligatoria de pleno derecho y sin convención especial, la competencia de la Corte sobre todos los casos relativos a la interpretación o aplicación de la Convención.
El mismo artículo dispone que la declaración puede ser hecha incondicionalmente o bajo condición de reciprocidad, por un plazo determinado o para casos específicos. Y que deberá ser presentada al secretario general de la Organización, quien trasmitirá copias de la misma a los otros Estados miembros de la Organización y al secretario de la Corte. De hecho, Uruguay depositó su instrumento de ratificación y adhesión el día 19 de abril de 1985 ante el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Por ende, el Estado uruguayo en el acto de reconocimiento de su responsabilidad en los asesinatos de Silvia Reyes, Laura Raggio, Diana Maidanik, y en las desapariciones forzadas de Luis Eduardo González y Oscar Tassino, lejos de claudicar en su soberanía nacional (como se ha sostenido), la ejerce plenamente por directa aplicación de la voluntad del legislador patrio de aprobar la Convención Americana sobre Derechos Humanos primero, y luego reconocer la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sometiéndose a su jurisdicción.
En los hechos Uruguay está muy lejos de ser un títere de una entidad seudojudicial del mundo (como también se ha dicho). Por el contrario, Uruguay es por su propia voluntad nada más y nada menos que parte del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos, mecanismo regional por excelencia encargado de promover y proteger los derechos humanos en América.
Dicho sistema reconoce y define estos derechos fundamentales y establece obligaciones tendientes a su promoción y protección, y fundamentalmente crea órganos destinados a velar por su observancia, justamente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La primera es un órgano de la OEA creado para promover la observancia y la defensa de los derechos humanos y servir como órgano consultivo de la Organización, la segunda es una institución judicial autónoma de la OEA cuyo objetivo es la aplicación e interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y demás instrumentos.
Incluso, el artículo 63.1 de la Convención, relativo a los fallos de la Corte, dispone que: “…Cuando decida que hubo violación de un derecho o libertad protegidos en esta Convención, la Corte dispondrá que se garantice al lesionado en el goce de su derecho o libertad conculcados. Dispondrá, asimismo, si ello fuera procedente, que se reparen las consecuencias de la medida o situación que ha configurado la vulneración de esos derechos y el pago de una justa indemnización a la parte lesionada…”.
No puede haber dudas respecto a la importancia del derecho internacional de derechos humanos, el que nos obliga, al igual que a todos los Estados parte, que pasan por decisión propia a formar parte de tratados internacionales, asumiendo deberes y obligaciones en virtud de este derecho internacional, que en definitiva nos compromete a respetar, proteger y promover los derechos humanos, derechos que se nos reconocen por nuestra sola condición de seres humanos.
Ahora, si los Estados parte no responden en tiempo y forma en la protección de estos derechos fundamentales, es entonces que los sistemas internacionales de protección deben responder, como sucedió en el caso concreto. Pero tan importante como que los organismos internacionales se pronuncien, es que Uruguay como Estado soberano escuche, respete y acate los pronunciamientos que correspondan.
Como ya hemos dicho en otras columnas en las que se abordara el tema “derechos de las víctimas”, no pueden caber dudas de que la tutela judicial efectiva es un derecho humano fundamental, y lo dicho anteriormente cobra especial sentido esta semana. En efecto, a las víctimas y sobre todo aquellas que han perdido a sus familiares más cercanos, no les importa cuánto tiempo pasó, la averiguación de la verdad necesita el aseguramiento del acceso a la justicia. La averiguación de la verdad que rodea las circunstancias del delito es lo que impulsa a las víctimas a seguir, sin importar el paso del tiempo, porque sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay paz.
(*) Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Udelar). Maestrando en Ciencias Criminológico Forenses (UDE). Profesor de Derecho Procesal y Coordinador del Diplomado en Derecho Procesal Penal y Litigación Oral en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UDE. Profesor Grado III de Práctica Profesional II y III en la Facultad de Derecho de la Udelar. Encargado del Consultorio Jurídico Descentralizado en materia Penal, especializado en asistencia a las víctimas y familiares de las víctimas del delito, Convenio Udelar-Asfavide-Ministerio del Interior. Consultor para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Consultor para el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). Integrante del Comité Técnico del Gabinete Coordinador de Políticas destinadas a las víctimas y testigos del delito.