Por Miguel Pastorino (*) | @MiguelPastorino
Después de tres años de discusión pública sobre la eutanasia, se siguen afirmando conceptos equívocos al respecto. La convicción de que en la discusión la alternativa es estar a favor de la libertad o de dogmas religiosos es tan absurda como falaz, sin embargo, es una creencia extendida y reiterada dogmáticamente como si fuera la cuestión central del debate. En ningún lugar se explica cuál es la prohibición de carácter religioso vigente en nuestra legislación. Porque no existe. Pero nunca se responde a estas preguntas: ¿Por qué es delito matar a alguien, aunque lo solicite? ¿Por qué es delito cooperar con el suicidio de una persona que desea morir? ¿Por qué es contrario a la ética médica matar al paciente? ¿Por qué la eutanasia no es un derecho en ningún pacto internacional de derechos humanos? Hay incluso advertencias graves sobre cómo ha afectado a las personas con discapacidad donde se ha legalizado. ¿Por qué está prohibida la eutanasia? Nunca se responde. Es obvio que estas prohibiciones no son por dogmas religiosos, sino en defensa y protección de derechos fundamentales, con especial cuidado a los más vulnerables.
Cuando las creencias se imponen a la evidencia
Muchos todavía creen que la eutanasia implica no prolongar la vida artificialmente. Eso no es eutanasia. En nuestro país contamos con una ley de voluntades anticipadas, donde los pacientes somos libres de elegir que no nos prolonguen la vida innecesariamente. Somos libres de resistirnos a cualquier tratamiento que nos prolongue el sufrimiento. Y nadie tiene derecho a prolongarnos la vida en contra de nuestra voluntad. Pero una cosa es dejar morir en paz, y otra es matar.
Tampoco es cierto que exista en la sedación final una forma de “eutanasia encubierta”, porque ya lo han explicado los expertos en cuidados paliativos: la sedación paliativa no mata al paciente ni tiene un “doble efecto”, como se suele decir, no es eutanasia. La sedación reduce la conciencia del paciente para que no padezca sufrimientos causados por síntomas refractarios. La persona no fallece a causa de la sedación, sino de la progresión de su enfermedad. Pero lamentablemente las creencias instaladas culturalmente y repetidas por actores políticos, han sido más fuertes que la evidencia científica.
La cuestión central en el debate
El problema aquí no es si impera en la ley una visión laica o religiosa, porque la perspectiva religiosa en Uruguay no tiene injerencia alguna en las leyes. El tema más relevante en la discusión sobre la eutanasia es la concepción de dignidad humana, de derecho humano y del valor de la vida. Es la cuestión más importante y es la más eludida: ¿Todos los seres tenemos la misma dignidad y merecemos el mismo respeto? ¿Todas las vidas humanas valen igual? La visión dogmática de que la eutanasia es un asunto de libertad individual no permite responder a la cuestión fundamental: ¿Está bien discriminar entre dos tipos de seres humanos: eutanasiables y no eutanasiables?
¿El Estado debe “ayudar” a algunos a suicidarse?
Nadie debe juzgar ni estigmatizar a quien desea morir. Pero aunque las personas puedan ser libres de suicidarse, el Estado no crea el derecho a que, a quien quiera suicidarse, se le otorguen los medios para hacerlo. Si fuera un derecho humano pedir que nos maten, debería ser de todos y prevenir el suicidio debería ser algo contrario al respeto de la libertad individual. Aquí está el núcleo más esquivado del debate porque es escandaloso para quienes entienden que debemos prevenir el suicidio y ayudar a las personas a encontrar sentido para vivir. Valorar la vida no significa prolongar sufrimientos, ni obligar a vivir, sino aliviar, acompañar y nunca matar a otro ser humano porque él considere que es una carga o una vida ya inútil.
Si existiera un “derecho a morir”, el Estado debería castigar a quien salva la vida de quien intenta suicidarse, porque estaría impidiendo a quien quiere acabar con su vida ejercer un derecho. Lo absurdo de la cuestión, hace que se desvíe la discusión y se usen eufemismos como “ayudar a morir”, “acto de compasión”, “acto de empatía”, “nuevo derecho”, y como palabras mágicas, impiden que se analice lo que está en juego.
Quienes apoyan la eutanasia tienen como visión de fondo que la calidad de vida es la que define si una vida es más o menos valiosa. Se concluye explícitamente en el proyecto de ley de eutanasia, que una vida es renunciable y eliminable si tiene un “grave y progresivo deterioro de su calidad de vida” (art. 2). Convivirían así políticas públicas de prevención del suicidio y políticas públicas que aseguren el suicidio según la “calidad de vida” de unos y otros. A los más necesitados de valoración, alivio y ayuda, se les ofrece matarlos, si quieren, claro, es un acto “libre”. ¿No incidirá en su decisión que la sociedad le esté diciendo que su vida se ha deteriorado, por su enfermedad, discapacidad o vejez que lo hacen demasiado dependiente y sin esperanza de que vuelva a ser productivo y autónomo? ¿No afectará a su decisión que solo a él sea lícito morir si lo pide? ¿Es eso solidaridad con los que más sufren? Como puede verse, no se trata de dogmas religiosos, sino de dogmas individualistas que ignoran cuestiones fundamentales sobre la justicia y el derecho de las personas. Frases atractivas como “es mi decisión”, funcionan muy bien en una sociedad donde no importa el fin de las acciones, sino que se ejerzan libremente sin límites, donde lo que importa es que cada uno haga lo que le plazca sin pensar en las consecuencias sobre la sociedad.
¿Prevenir y apoyar el suicidio al mismo tiempo?
Que a alguien que quiera morir por su sufrimiento y que, en lugar de aliviarle y acompañarle en el proceso, se le provoque la muerte porque lo ha pedido, no es otra cosa que cooperar con la muerte de una persona que quiere morir, ya sea directa (eutanasia) o indirectamente (suicidio asistido). En la eutanasia es homicidio porque es otro quien da muerte, pero lo que se legitima es que hay vidas que pueden ser terminadas a su pedido, del modo que sea.
Son muchos los que en lugar de pensar en las consecuencias sociales de una ley que normalice la eutanasia, solo se detienen a pensar individualmente y afirmar: “yo no quisiera ser una carga para los demás”. ¿Qué hacemos con quien siente que su vida ya no vale la pena? ¿La respuesta es ayudarle a encontrar sentido en medio de su sufrimiento? ¿O decirle que tiene razón y que lo mejor será morir? ¿Eso es lo que elige una sociedad como respuesta al sufrimiento? No se trata de opciones individuales, sino del tipo de sociedad que queremos.
Existen varias investigaciones que demostraron que son las relaciones humanas las que hacen la diferencia en el bien morir, además de una adecuada atención médica. ¿Haremos diferencia entre unas vidas y otras? ¿A algunas las salvamos y a otras las descartamos? Pero siempre con la conciencia tranquila, porque “respetamos su libertad”.
No se trata de lo que cada uno hace con su vida, sino de lo que hacemos con la vida de los otros, especialmente cuando se sienten un peso para el resto o consideran que su vida es absurda. A nadie se le obliga a vivir, pero ¿qué implica la compasión? ¿Cuidar y aliviar, o matar a quien sufre?
El cambio que implica legalizar la eutanasia no es una ampliación de la libertad, sino un quiebre irreversible de los fundamentos de los derechos humanos y del respeto por la dignidad humana. ¿Una sociedad que progresa protege y cuida a los más débiles o fomenta el desprecio por la vida dependiente y vulnerable?
(*) Doctor en Filosofía y máster en Bioética. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica del Uruguay. Portavoz de Prudencia Uruguay.