Discapacidad y valor de la vida

Por Miguel Pastorino (*) | @MiguelPastorino

Lizz Carr (1972) es una actriz y activista británica por los derechos de las personas con discapacidad. Desde los siete años está en una silla de ruedas debido a un síndrome clínico conocido como artrogriposis múltiple congénita. La actriz ha estrenado recientemente un documental: “Better than death?” (¿Mejor muerta?), donde expone los enormes riesgos que generan las leyes de eutanasia y suicidio asistido para las personas con discapacidad. Historias contadas por sus protagonistas, muestran cómo la legitimación social de la eutanasia como forma de “liberación” del sufrimiento de quienes padecen sufrimientos insoportables, no se trata de pacientes “terminales”, a quienes se les puede aliviar el dolor físico y sedarlos al final de la vida, sino de quienes viven con limitaciones, dependencia de los demás, extrema vulnerabilidad y falta de control. A lo que se le teme no es al dolor que es tratable, sino a la falta de control. De hecho, la mayoría de las solicitudes de eutanasia y suicidio asistido en los pocos países donde es legal, no es de pacientes oncológicos sino de personas con enfermedades degenerativas o cuya dependencia de los cuidados les hacen no querer ser una carga para los demás.

Al mirar un cartel de ayuda de los samaritanos en un puente muy transitado en el centro de Londres, Carr pregunta: “Si vieras a alguien en un puente a punto de saltar, ¿lo apoyarías en nombre de su elección? No, probablemente intervendrías. Pero si fuera una persona discapacitada, ¿tu respuesta sería la misma? ¿O lo considerarías comprensible?”.

Rostros de personas famosas con discapacidad, miran directamente a la cámara y cuentan las veces que personas cercanas o desconocidos les han dicho que en su lugar preferirían estar muertos, o que estarían dispuestos a ayudarlos a morir si un día se les ocurriera tomar esa decisión. Socialmente se los pone en ese lugar: una vida a la que solo le esperan sufrimientos, es razonable que acabe cuanto antes, pero claro, si ella lo solicita “libremente”. Porque todos repiten que es una cuestión de elección personal.

Lizz Carr afirma: “Ha habido muchos documentales de televisión sobre este tema, pero ninguno desde nuestra perspectiva, de personas con discapacidad como yo, que no son religiosas, que simplemente tienen miedo de estas leyes… Todo por la peligrosa suposición de que algunos de nosotros sería mejor que estuviéramos muertos”.

La mayor parte del documental transcurre tras la visita de Carr a Vancouver, Canadá, donde la “muerte asistida” se legalizó en 2016, pero desde entonces se ha extendido a casos no terminales que suponen un “sufrimiento insoportable”. Hoy llegan a más de 13.000 casos al año e incluyen a personas con discapacidad, con problemas de salud mental o que, por problemas socioeconómicos, si tienen una enfermedad que los justifique, pueden pedir la eutanasia, aunque la verdadera razón no sea por salud, sino por no querer vivir así. Las entrevistas a médicos que practican la eutanasia muestran con claridad que la razón por la que la gente pide que los maten no es por el dolor físico que es controlable, sino por no querer perder el control, es por miedo al sufrimiento psicológico que supondría la dependencia o el deterioro físico o cognitivo.

Al ver el trabajo y el activismo de Lizz Carr, uno no puede menos de pensar en la letra del proyecto uruguayo y la falta de conocimiento que existe sobre el mismo. Por lo pronto, en Uruguay creo que quienes luchan por los derechos de las personas con discapacidad no se enteraron de qué trata el proyecto que está estudiándose en el Senado y que se aprobó en Diputados en 2022.

El proyecto uruguayo de eutanasia pone en riesgo a las personas con discapacidad.

Aunque muchos repiten que la ley es solo para pacientes con una enfermedad terminal, lo cierto es que, si uno lee con atención el artículo 2, ofrece la eutanasia a un amplio abanico de personas. Y para que no haya lugar a dudas, lo cito textualmente: “Toda persona mayor de edad, psíquicamente apta, que curse la etapa terminal de una patología incurable e irreversible, o que como consecuencia de patologías o condiciones de salud incurables e irreversibles padezca sufrimientos que le resulten insoportables, en todos los casos con grave y progresivo deterioro de su calidad de vida, tiene derecho a que a su pedido y por el procedimiento establecido por la presente ley, se le practique la eutanasia…”.

Las “o” dejan claro que puede ser que esté cursando una etapa terminal o no. Puede ser por otras situaciones. ¿Qué son “condiciones de salud incurables e irreversibles”? ¿Por qué es tan amplio este artículo? No hay condición incurable e irreversible que quede fuera. Incluye un sinnúmero de situaciones con las que se puede vivir dignamente, pero que dependiendo de la situación socioeconómica o emocional pueden ocasionar mayor sufrimiento y desesperación.

Se habla de libertad como si fuéramos islas, pero pocos miran los problemas de injusticia social que una ley así generaría.

Está claro que el factor determinante del proyecto es el deterioro de la calidad de vida, por lo cual todas las vidas humanas ya no tendrían la misma dignidad inherente, como reconoce nuestra Constitución y la Declaración Universal de Derechos Humanos, sino que ahora aquellos cuya calidad de vida se vea deteriorada gravemente por sus “condiciones de salud incurables e irreversibles”, podrían ser tratados como vidas sin dignidad, sin valor social, por lo tanto, aceptablemente eliminables. Ellos lo solicitarían “libremente”, pero la sociedad entera a través de la ley les reconocería que son vidas prescindibles: no valdrían la pena y les haríamos un favor. ¿Por qué a otros se les previene el suicidio, se les alivia y se les cuida, pero a ellos se los eliminará como un supuesto acto de “empatía”? Porque se discrimina vidas con valor de vidas sin valor.

“Si piensas que se trata solo de enfermedades terminales, piénsalo bien, se trata de discapacidad. Y para mí y para otros como yo, es aterrador”. (Liz Carr).

(*) Doctor en Filosofía. Master en Bioética y magíster en Dirección de Comunicación. Profesor en la Universidad Católica del Uruguay.