La batalla es cultural

Por Graciela Bianchi (*) | @gbianchi404

Estamos en un periodo de decadencia del occidente judeocristiano, lo que se manifiesta por episodios concretos que antes consideraríamos rechazables y por procesos más generales que deben hacernos reflexionar para detenerlos rápidamente. De las generaciones que fuimos educados en principios culturales y valores morales depende, en gran parte, que aún estemos a tiempo.

No hay nada mejor para los dictadores que un pueblo adormecido que tiene como estímulo de vida solo los bienes materiales; debemos “sacudir” el statu quo para que el ser humano, en uso de su libertad responsable, exija los derechos que deben ser propios de su naturaleza humana. La honradez, la solidaridad, el desarrollo de la inteligencia, la cultura como el respeto, tendrán que ponerse nuevamente como faros para la formación de nuestra civilización, que sobrevivirá si educamos a nuestros niños desde que abren los ojos al mundo. “(…) La Historia demuestra que unas culturas empujan a otras impregnándose de ellas, pero siempre acaba imponiéndose la más vigorosa, la mejor sostenida por quienes la traen consigo. Y en la Europa actual, la más coherente es el Islam”. Arturo Pérez Reverte, Patente de Corso. Zenda, 8 de agosto 2024.

Nosotros, desde América Latina podríamos decir lo mismo, no solamente porque el islam nos llega en su peor faceta que es el terrorismo, sino porque, además, la cultura europea también sigue influyendo sobre esta parte del mundo. Por eso es que lo peor que podemos hacer es no tomar conciencia que la batalla es cultural; y por lo ya dicho, moral.

Detengámonos un poco en esta. Con valor y fuerza de convicción debemos lograr que nuestras sociedades sean más integradas que nunca, no por la facilitación sino por el esfuerzo, no por la carencia sino por la superación. Y mediante la democracia, nuestra democracia y su defensa, es que lograremos triunfar sobre quienes buscan solo su destrucción. Somos una civilización que debe ser consciente de los valores superiores que hemos cultivado y que hemos sabido defender a sangre y fuego de la barbarie. Hoy no podemos mirar con beneplácito e indiferencia los ataques sistemáticos y muchas veces subliminales a nuestros valores.

Antonio Gramsci, que murió muy joven (46 años), supo aprovechar su tiempo para sentar las bases de la destrucción de nuestra civilización a pesar de haber sufrido la persecución del fascismo. En América Latina y sobre todo después de la II Guerra Mundial, se vivió bajo el influjo de “la izquierda” inspirada en la Unión Soviética y en su apéndice más fuerte y peligroso, la Cuba de los Castro. En un primer momento, esto llevó al convencimiento de que la lucha armada era el camino para lograr los cambios que supuestamente necesitábamos en forma rápida y dirigidos hacia una sociedad socialista y sin clases. Pero Gramsci elaboró un sustento filosófico diferente, sin descartar lo armado, por supuesto, pero que penetró mucho más profundamente en nuestras sociedades latinoamericanas. Quien lo haya leído, quien haya leído sus Cuadernos y conozca el Marxismo y, en consecuencia, el materialismo histórico, descubre rápidamente que para este autor no es “la clase obrera” la generadora de los cambios. Por el contrario, y aunque parezca extraño, son los intelectuales, mediante el adoctrinamiento. Por eso hoy asistimos a nuestro mayor desafío: la batalla cultural.

Para Gramsci cambiar la sociedad significa romperla: hay que destruir todas las bases de sustentación de la sociedad burguesa inspirada en la Ilustración. Eso significa quebrar el humanismo, la autoridad legítimamente constituida, la democracia y sus tres poderes independientes; o sea, las bases de sustentación de nuestra civilización. El objetivo es desde ese momento en adelante imponer las ideas socialistas para poder llegar al comunismo. Para esto lo más importante es destruir al ser humano cultural y moralmente y convertirlo en un fanático cuasi religioso de esas ideas.

La sociedad que precede al socialismo —que hoy para disimular y no asustar se llama “progresismo”— debe ser descalificada moralmente, por eso es que asistimos en el mundo occidental judeocristiano, y nuestro país no es una excepción, a considerar a los adversarios, y para los más radicales a los “enemigos de clase” como seres corruptos en esencia. 

La corrupción existe, desgraciadamente forma parte de la naturaleza humana y los regímenes socialistas que implosionaron, aunque alguno subsista formalmente, han sido esencialmente corruptos y faltos de honestidad. Por una razón muy sencilla: al no existir democracia, los controles a la ambición humana mal entendida no funcionan. Así terminaron y están terminando estos regímenes con una elite del poder obscenamente enriquecida y los presuntos destinatarios de las mejoras del nuevo régimen, absolutamente empobrecidas. Ejemplos sobran, use el lector la imaginación para ponerles nombre a los países.

En este proceso Uruguay no es una excepción. Quienes quieren destruir nuestra cultura y nuestros valores usan sistemáticamente el concepto de corrupción y el de honestidad como emblemas de campaña.

La hipocresía es manifiesta, pero debemos ayudar al ciudadano a reflexionar para que no sea convertido en “masa” e identificar a los “intelectuales” que ayudan a este proceso, siempre desde sus cómodas cátedras muy bien remuneradas y su producción bibliográfica acompañada de un marketing que los hace aparecer como defensores de los más vulnerables.

Esas mismas personas son deshonestas intelectualmente, a conciencia, porque jamás reconocerán sus propias miserias y su propia corrupción, que la historia demuestra que es infinitamente siempre mucho más estructural y más cara para quienes tenemos que pagarla.

Lo del principio: la batalla es cultural y siempre debe ser moral. Para que esto sea posible el ciudadano debe ser formado y educado en excelencia y con conciencia crítica. Esto es lo que se destruyó en nuestro país a lo largo de décadas. Reaccionemos a tiempo.

(*) Senadora del Partido Nacional.