El triángulo del sommelier

Un arte que marca la diferencia

Había una vez –como empiezan los cuentos infantiles- en que el maridaje era muy sencillo. Tiempos en que la gastronomía francesa reinaba sin competencia e imponía una regla muy clara: tintos para las carnes rojas y blancos para las demás.

Por Eduardo Lanza

Y la obedecíamos porque venía de la meca, aunque no contemplaba al risotto de hongos, que no tenía la popularidad de hoy y tampoco al sushi, que no había desembarcado en las mesas rioplatenses. No se usaba tener la salsa de soja a mano en la cocina y el wok era una rareza asiática para algún cocinero extravagante. A los nachos, las quesadillas y el guacamole los conocían quienes habían viajado a México. Y tuvo que llegar el siglo XXI, para que Adrian Ferrá, en El Bulli, se convirtiera en el profeta de la cocina molecular y los vascos irrumpieran en la escena gastronómica del mundo.

Pero también cambiaron los vinos, otro lado del triángulo del sommelier. Antes, el roble no marcaba tanta presencia. En aquellas épocas seguían vigentes los grandes toneles que añejaban los tintos y que casi no se usaban para los blancos. Las barricas nuevas, con sus aromas dulzones de vainilla y coco, eran caras y exigían una inversión respetable. Muchos empresarios del sector dudaban si ella se justificaría y daría un retorno conveniente. Tampoco se había expandido tanto el abanico de variedades. No hace tanto, en la década de los 90, aquí en Uruguay los viticultores en el viñedo y los enólogos en las bodegas comenzaban a experimentar con nuevos cepajes. La Cabernet Franc irrumpía en el panorama nacional, junto con la Syrah y aún faltaba mucho para que llegaran la Marselan y la Albariño. Sobre el final de la década apareció el Botrytis Noble de Juanicó, tal vez la primera cosecha tardía nacional, y faltaba mucho para los primeros licores de Tannat.

La copa debe servirse en la mesa, previo enseñar la etiqueta de la botella a la par de contar algunos datos esenciales, como  el año de cosecha, la variedad y el grado alcohólico.

El triángulo del maridaje se completa y se cierra, con nuestros gustos personales que son muchos, variados e intransferibles. Este arte se complica, entonces, por la infinidad de variables que se pueden dar.

El profesional escucha y aconseja

Menudo trabajo para el sommelier de restaurante, sobre todo si debe aconsejar el vino a una mesa de varios comensales, en la cual, cada quien ordena un plato diferente. La tarea se le facilita mucho si la casa ofrece vinos por copa, una variante que no muchos establecimientos consideran. Pero el servicio debe cumplirse contemplando el ritual. La copa debe servirse en la mesa, previo enseñar la etiqueta de la botella a la par de contar algunos datos esenciales, como  el año de cosecha, la variedad y el grado alcohólico.

Por supuesto, también resulta más reconfortante para el profesional si en una mesa de dos uno de ellos entiende de vinos y, en consecuencia, se puede entablar un diálogo de conocedores. Pero nunca debe olvidar lo aprendido en la escuela, acerca de las reglas básicas para desempeñar bien su oficio. La discreción, la amabilidad y la psicología lo tienen que guiar, evitando la tentación de dar una clase magistral y sin olvidar que el protagonista es el cliente. Las explicaciones aparecerán cuando este las pida, mientras mira la carta de vinos y oscila entre una etiqueta y otra. En esos instantes de dudas y preguntas, el comensal estará, al mismo tiempo, mirando los precios de cada botella. Por su parte, el sommelier estará tratando de adivinar el monto de dinero que su cliente dispone para el vino. Es el momento en que la psicología y la experiencia le darán una mano, manejando sugerencias de distintos precios y calidades, para llegar a un final feliz.

Casamientos y divorcios

Pero atención, la vieja regla no ha perimido y hay combinaciones clásicas que siguen vigentes y no ofrecen complicaciones. Un buen ojo de bife siempre va a requerir un tinto importante aunque no sea de alta gama. Obvio también, que resultará extraño que algún comensal pida un tinto para acompañar un abadejo o brótola a la plancha.

O sea, que hablando de maridaje, a estos dos casos tradicionales podemos considerarlos como casamientos ideales. Hay muchos más que todos conocemos y no vale la pena enumerar. El alerta hay que dispararlo hacia los divorcios. La salsa de soja de la comida thai es enemiga jurada de los tintos porque en boca produce un gusto metálico muy desagradable. Un blanco perfumado tipo Torrontés o Gewürztraminer armonizará mucho mejor con este estilo de la cocina asiática. La sal refuerza el amargo de los tintos tánicos, así que para bocados con anchoas o una tapenade vendrá mucho mejor un rosado, o incluso un espumoso si se sirven como aperitivo.

Por tanto, el maridaje no es una ciencia, se parece más a un arte subjetivo, abierto y cambiante, en el que confluyen tantas variables, que dificultan en cada ocasión armar el triángulo que integran recetas, etiquetas y paladares.