Por A. Sanjurjo Toucon
La rueda de la maravilla (Wonder Wheel). EE.UU. 2017
Dir. y guión: Woody Allen. Con: Jim Belushi, Juno Temple, Justin Timberlake, Kate Winslet.
Con más de ochenta años y una prolífica filmografía con numerosos títulos magistrales, Woody Allen puede permitirse hacer el cine de su preferencia, aunque se filtren algunos yerros. Y ello es lo que ocurre en “La rueda de la maravilla”, título que a su vez se inscribe en una corriente donde el cine norteamericano de hoy busca reflejarse tal como era en los años ’50, a la vez que dirige una mirada a veces crítica, a veces nostálgica, o ambas cosas a los triunfalistas EE.UU. de los primeros años 50, como acontece aquí y en su coetánea “Suburbicon” (también estreno de estos días, comentada en la pasada edición).
El escenario no es la habitual Manhattan, ni ninguna de las refulgentes ciudades europeas en que el diminuto genio albergara algunas de sus creaciones de etapas más o menos recientes. Se trata de Coney Island, la popular playa y parque de diversiones, próximos a Brooklyn –donde naciera Allen y viviera sus primeros años- cuyo declive se iniciara poco antes de la década del ’50 en que transcurre el relato.
Un rústico y grosero individuo que regentea algunas de las atracciones del lugar, habita allí junto a su esposa (camarera de un bar cercano) y un adolescente piromaníaco, hijo de esta. A la vivienda (reciclaje de una pequeña sala teatral), arriba, buscando refugio, una hija del hombre, perseguida por los secuaces del gangster con el que está casada.
De la gran panorámica con que se abre el film, se salta a los ámbitos cerrados (con Coney Island como frecuente fondo visual y sonoro) donde estalla un entramado de adulterios y traiciones protagonizados por estos personajes con que juguetea dramáticamente Allen, y a su vez rinde tributo a uno de los títulos mayores de Tennessee Williams: “Un tranvía llamado deseo” (1947), sin relegar varias de las constantes de personajes que le son propios.
Allen hace cine remitiéndose al teatro. Una presencia de las tablas independiente de los constantes parlamentos en ámbitos cerrados, recreados con la dinámica visual proporcionada por montaje, ángulos y movimientos de cámara, respondiendo a significación y contenido; su magnífica teatralidad es sustentada por otro artista genial, con presencia específicamente cinematográfica: el director de fotografía Vittorio Storaro, con sus iluminaciones expresionistas.
El recurso del narrador de cuanto acontece -de remota existencia-, ya sea este partícipe de la historia u ajeno a ella, ha sido abordado por Allen con particular éxito; incluso asumiendo ese sitial en otras ocasiones. Quien lo desempeña ahora es un personaje amoral, salvavidas playero, voz y conciencia de sí mismo, en el que Raskolnikov y Pepe Grillo se combinan.
El estrellato en las tablas y la pantalla, opción aquí presente, y fuerte componente del “american dream” de la cultura de la victoria -afianzada por la Segunda Guerra Mundial-, dotan de nítido perfil a la época del relato, a la vez que constituye una recreación lateral de la vida de Woody. En tiempos de su relación con Mia Farrow, Allen señalará a esta que aquellos que para él eran inalcanzables dioses y diosas de la pantalla, para ella se trataba simplemente de los amigos de papá (John Farrow) y mamá (Maureen O’Sullivan). En “La rueda de la maravilla”, el teatro y el cine son metas ansiadas y abandonadas por varios personajes, a cambio de existencias rutinarias y grises, resguardadas por la imaginación de lo que no fue.
Intérpretes extraordinarios, en especial Belushi y Winslet, relucen con las instancias dramáticas: las dominantes. Allen suele ofrecer guiones donde los “tempos” y los parlamentos se corresponden milimétricamente con cuanto exige el relato. Deja al espectador con la sensación de querer “más de eso”. En este opus nostálgico del pasado “esplendor” de Coney Island, abundan las instancias dramáticamente superfluas, ralentizándolo todo, aunque plenamente logradas si las contemplamos independientemente. Al guión le falta una reelaboración que imprima el característico rigor “woodyalleniano”.
Film sumamente disfrutable, posee una banda sonora con amplia presencia de música de época, sin alcanzar ese impacto con que Allen moldea su cine desde el pentagrama.
Para no perder.