Por A. Sanjurjo Toucon
Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas. Uruguay / Argentina 2017. Director: Julián Goyoaga Caritat.
Una objetiva mirada a la historia reciente, permite comprobar que las dictaduras militares sudamericanas (décadas de los 60 y 80) con no poca participación civil, llegaron casi simultáneamente al poder, y con la misma y extraña simultaneidad, volvieron a los cuarteles. Esas coincidencias en fechas y en su “modus operandi” (salvajes torturas en las que no faltaban picanas, submarinos, pau de Arará y otras de uso común) llevan a suponer la existencia de una coordinación superior, encajando precisamente en el más amplio escenario de la guerra fría y en el hoy semisecreto Plan Cóndor.
Un pequeño pueblo uruguayo: San Javier, fundado hace más de un siglo por emigrantes rusos, fue denunciado (anónimamente) por presunta conspiración marxista. En abril de 1984, poco antes del fin de la dictadura uruguaya, cuya caída no fue producto de la resistencia popular, como preconizan las izquierdas, sino de secretas negociaciones aún no reveladas (Pacto del Club Naval, entre otras) era detenido el Dr. Vladimir Roslik, médico de San Javier, recibido en la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, adonde concurrió becado porque su familia no podía costearle estudios en Montevideo, aclara una voz en el film.
El haber concurrido a una Universidad soviética y doctorarse en ella, constituían para las autoridades de la dictadura, razón suficiente para considerarle integrante de alguna peligrosa célula comunista adiestrada en la URSS. La dictadura militar uruguaya estaba obsesionada con la subversión marxista y ese médico fue una víctima más y tal vez una pieza utilizada en el disenso de la interna castrense.
La muy probable rivalidad de la interna castrense, consistiría en la existencia de dos grupos de presión: a) aquellos que deseaban traspasar el poder permitiendo elecciones restringidas, con varios candidatos proscriptos; y b) quienes sostenían la pervivencia de conspiradores comunistas que justificaban continuar su tutelaje. Para estos últimos –que difundieron el rocambolesco rumor de la presencia de un submarino soviético en el Río Negro- Roslik y San Javier eran la excusa perfecta. Roslik era descendiente de los rusos que a comienzos del Siglo XX llegaron al Uruguay, obteniendo del gobierno uruguayo facilidades para establecerse como colonia rusa. El aislamiento geográfico, cultural e idiomático de aquellos rusos, favoreció la continuación y la escasa difusión de una feroz lucha religiosa iniciada ya en tiempos lejanos en la remota Rusia.
Según ilustra el documentado trabajo realizado por la investigadora Virginia Martinez, “Los rusos de San Javier” (E:B.O, Montevideo 2014), a las feroces discrepancias religiosas traídas de Rusia, se superponía una nueva fractura alentada por blancos y batllistas, para lograr el voto de los colonos, cuya nada tranquila existencia, sufrió un nuevo quiebre enlazado con cambios radicales provenientes de una Rusia en transformación.
La Revolución Soviética aparejó, en primera instancia, el derrocamiento de los zares y, meses más tarde la toma del Poder por parte de los Soviets, luego divididos entre comunistas ortodoxos y los escindidos en la cuarta Internacional (trotskistas). Rusos monárquicos, rusos comunistas, rusos trotskistas, rusos religiosos y otros rótulos, dividieron a los “sanjavieros” en muy distintos porcentajes. Los casamientos entre rusos o hijos y nietos de estos, el culto al folclore ruso con sus bailes y coloridos trajes, fueron casi invisibles para un Uruguay que apenas se acercaba a aquel pueblo de San Javier como curiosidad.
La realidad internacional repercutía en San Javier al punto de crearse dos instituciones con la misma finalidad, diferenciándose por su adhesión al marxismo leninismo y quienes rechazaban esa ideología. La dictadura cívico-militar uruguaya utilizó la problemática de “pueblo chico, infierno grande” en su favor.
De ahí a calificar de “comunista” a cualquier disidente, fue parte del discurso de unas autoridades tan prepotentes como ignorantes: confundieron el “cubismo” con Cuba, entre otros siniestros pintoresquismos.
Lo señalado precedentemente no está en el documental “Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas”. En tanto la figura del Dr. Roslik queda limitada a ser un hombre generoso, salvaje e impunemente asesinado, a causa de torturas cuyos responsables se conocen y vericuetos jurídicos mantienen en libertad.
En su fase más extensa, con abundante presencia de la viuda de Roslik y su hijo, la realización asume otro drama de madre e hijo: la pérdida de su identidad, son solamente “la viuda de Roslik” y “el hijo de Roslik”. La ruptura con el pasado –sin dar vuelta la hoja- aparece tan necesaria como imposible. Con Mary Zavalkin y su hijo Valery Roslik la justicia está en deuda. Y este film es acerca de ellos y cuanto les arrancó la dictadura y su secuela.
El montaje y ensamble sonoro están precisamente elaborados; los dibujos animados, únicas escenas donde aparece un Roslik vivo, secuestrado por unas FF.AA. sin rostro visible, son realmente estremecedoras. Hay múltiples lecturas de este film, al que puede reprochársele cierto agolpamiento anecdótico. Aluvión estremecedor de un tiempo en que la arbitrariedad y la ignorancia eran las bases del discurso gubernamental.
El realizador Julián Goyoaga ha de haberse visto soterrado por la infinidad de facetas del film, suprimir un solo “frame” traicionaría a este cine que no busca esteticismos y no oculta su vocación reivindicatoria: “castigo a los culpables” (identificados y en libertad).
Goyoaga y su film enfrentaron un gran escollo. Dinamizar un relato que recogería a Mary hablando ante la cámara era todo un riesgo. Sin embargo el recoger estas declaraciones a un personaje que tanto puede dirigirse a la cámara estática, como proseguir su relato mientras está en la piscina de un club o en la cocina de su casa, hace que el film también sea una confesión íntima.
Un film pasible de varias lecturas y siempre dramáticas conclusiones.
“Si se los llevaron, algo habrán hecho”, dictamina una vecina del lugar. Pensamiento que sintetiza un cruzarse de brazos, una llamada de atención acerca del juego de intereses de variada índole. Esos que utilizaron al Dr. Vladimir Roslik para perpetuarse en el poder y seguramente sin saberlo, agregan una nueva división a aquellas traídas desde la vieja Rusia.
No es gran cine, pero es cine que debe verse.
París puede esperar (Bonjour Anne). Japón / EE.UU. 2016. Dir. y guión: Eleanor Coppola. Con: Diane Lane, Arnaud Viard, Alec Baldwin.
Eleanor Jessie Neil (California, EE.UU. 1936) en 1963 contrae matrimonio con Francis Ford Coppola, convirtiéndose automáticamente en nuera de Carmine Coppola –músico, padre de Francis-; cuñada de August Coppola, hermano de Francis y profesor de literatura especializado en los poetas franco-uruguayos, con diversas participaciones en films de Francis y esposo de Talia Shire; posteriormente será tía de Nicholas Cage, madre de la realizadora Sofia Coppola, y otros parentescos de sangre y de film.
Eleanor estuvo vinculada a sectores innovadores del cine, donde conoció a Francis y, siguiendo la tradición familiar se desempeñó en diversos rubros del cine. Primero con cortometrajes documentales y hace un año debuta con “París puede esperar”, su primer largometraje de ficción.
Acompañó a su marido en varios rodajes y, quizás por aburrimiento escribió varios diarios de filmación. El más famoso de ellos es el dedicado a “Apocalypse Now” y su lectura no invita a hurgar en los otros.
Semejantes antecedentes generan desconfianza previa sobre “París puede esperar”, una comedia sentimental sin melosidades, desarrollada entre personajes que seguramente Eleanor conoció: la esposa de un productor norteamericano, descuidada por la entrega del hombre a su trabajo, su socio francés dividiendo el tiempo y un dinero del que carece, en seducciones irreprimibles y restaurantes costosísimos.
Problemas con la producción de un film, obligan al norteamericano a abandonar unas frágiles vacaciones con su esposa –igualmente abandonada- en la Costa Azul. Él viajará al rincón del mundo en que se esté rodando un film en el que tiene intereses; ella en el rol de la esposa aburrida y abandonada, acepta la invitación del productor francés para llevarla en su veloz automóvil a la capital francesa en un par de horas, transformadas en un periplo de dos días con visitas a sitios históricos y pretexto para intentar un acercamiento erótico sentimental.
El viaje Cannes –Paris descubre varias joyas arquitectónicas de antigua data, insinúa cierto aprovechamiento económico del francés sobre la rica americana emocionalmente inestable, manteniendo ese acoso amoroso a partir de un esquema reiterativo a la vez que ingeniosamente renovado.
El productor francés además de vivir en eternas aventuras donjuanescas, se caracterizará por su conocimiento histórico artístico de la atractiva ruta, e incorpora la disimulada propaganda (verdaderos “chivos”) realizada a varios y sofisticados, y exclusivos restaurantes.
Sin percatarnos, Eleanor Coppola nos ha vendido un clásico programa turístico gastronómico realizado para TV.
La sorpresa es que no molesta. Detrás de él o encima, se coloca ese romance latente, cuya concreción o fracaso añade espontaneidad a una bien contada historia de amor.
Completando la cuasi idílica visión de la existencia concebida por la señora Eleanor Coppola, en su mundo no hay sino gente linda, sana y rica, a no ser que se trate de alguno de los numerosos “botones” sudando la gota gorda mientras acarrea maletas.
El gran mérito del film es entretener con ingredientes que, separadamente no atraen y hasta generan rechazo.
A los 80 años o se conoce el mundo tal cual es, o se lo imagina como lo muestran las revistas impresas en papel satinado. Esta ligera y pasatempista comedia dramática llega con más de medio siglo de retraso.