Por Marcelo Pérez (*)
Existe una percepción generalizada de que la inversión en infraestructura es por sí solo un aspecto positivo como motor de la economía y como mecanismo para aumentar el crecimiento económico de largo plazo. La generación de empleo, el aumento de la productividad, las mejoras en la competitividad, la dinamización de la producción, son, entre otros, los principales argumentos al momento de promover dichos planes o de llevar a los distintos congresos o parlamentos, autorizaciones para aumentar el gasto público en este sector.
En el marco de esta pandemia, la gran mayoría de los países de la OCDE han impulsado ambiciosos paquetes fiscales para promover la inversión pública y aumentar su dotación en capital público. Cuánto de estas medidas forman parte de un estímulo a la economía y cuánto representa una estrategia geopolítica lo analizaremos en otra oportunidad. Tanto las grandes economías como las pequeñas, han puesto encima de la mesa distintos planes para invertir en infraestructuras. El 15 de noviembre del pasado año el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, firmó un proyecto de ley de infraestructuras por un billón de dólares, siendo sin lugar a dudas el más ambicioso en la historia de esa nación. Pero también países pequeños como Uruguay, inclusive en el marco de serios problemas fiscales, están promoviendo fuertes inversiones en la materia.
Sin embargo, cuando analizamos los principales estudios realizados para entender la relación que existe entre la inversión en infraestructuras y el impacto en el crecimiento económico, observamos que los resultados no son necesariamente concluyentes. El influyente economista Robert Barro fue uno de los primeros que intentó introducir el concepto de capital público en los problemas de crecimiento económico de largo plazo.
En 1989, David Aschauer procuró analizar la relación entre la productividad y las variables de gasto de los gobiernos, observando una correlación positiva entre distintas medidas de productividad y el gasto público no militar. Unos años más tarde, William Easterly, de la Universidad de Nueva York, y Sergio Rebelo, de la Universidad de Northwestern, corroboraron la misma relación entre la infraestructura y el crecimiento económico. En la década de los 90, un estudio realizado por la OCDE, en los que se amplió el número de países estudiados al momento, no permitieron encontrar resultados concluyentes al respecto. Hasta la actualidad se han publicado numerosos estudios, intentando entender la relación de la inversión en capital público y sus efectos sobre las principales variables de la economía, y no han podido determinar de forma contundente dichos efectos.
Pero, ¿cuál es la explicación de esto y cómo podemos aprender algo al respecto? Si bien el aumento de la inversión genera un impacto directo en el PIB de corto plazo, no necesariamente estamos aumentando la productividad o la competitividad de la economía. El problema central está en que la inversión que tendrá un efecto positivo y duradero en el tiempo, contribuyendo así al aumento de la productividad, es la de aquellas infraestructuras que tienen un costo beneficio positivo. Esto significa que los beneficios que obtiene la sociedad son mayores que los costos. Pero, ¿a qué nos referimos exactamente con esto? Básicamente que los costos de construir, financiar, operar y mantener dicha infraestructura sean menores que los beneficios recibidos de ella. A modo de ejemplo, cuando construimos una carretera, esperamos que se reduzca el consumo de combustible, los tiempos de viajes sean menores y que se disminuya la accidentalidad. Si a la sociedad le cuesta más disponer de un puerto o un hospital que los beneficios que va a recibir, de alguna manera habrá que hacerse cargo de esa cuenta en el futuro, ya sea para pagar los costos de la deuda asumida o porque precisamos mayores impuestos para cubrir los déficits que esto genera.
Esto último nos lleva a reflexionar también sobre el impacto de la deuda que los países toman para financiarse, en particular, para financiar infraestructura. Al final de cuentas los gobiernos toman deuda para la construcción de carreteras, aeropuertos, hospitales y cualquier otro tipo de activo. Y esto es con independencia de si se realiza como obra pública o se utiliza algún mecanismo de concesión. Siempre en última instancia está siendo pagado por la sociedad, ya sea mediante impuestos, con un peaje o mediante una tasa de embarque. Con lo cual, resulta evidente que la decisión de invertir en capital público tiene consecuencias para las generaciones futuras, que en una forma u otra deberán de hacerse cargo de las amortizaciones y los intereses que se han generado. Esto no significa, bajo ningún concepto, que no deban de realizarse inversiones, pero sí debemos incorporar el hecho de que las decisiones que se toman hoy necesariamente involucran a las próximas generaciones.
Por último, el estímulo fiscal dirigido específicamente a ciertos sectores de la oferta en la economía tiene aparejado una presión sobre la inflación. Las empresas constructoras podrían tener capacidad ociosa, pero los insumos utilizados para construir no suelen generarse a la misma velocidad con la que se da el estímulo fiscal, provocando una clara presión sobre los precios.
¿Estos tres aspectos nos llevan a concluir que invertir en infraestructura es una mala decisión? Claramente no. Pero sí tiene que alertarnos que la inversión debe realizarse tomando en consideración los aspectos antes mencionados. Muchas de las principales inversiones vienen de promesas electorales o se generan como una forma de intervención distinta a como lo hicieron sus antecesores. Por tanto, es preciso que los proyectos sean estudiados en su justa medida, en la que se conozca la demanda actual y futura, se pueden realizar estimaciones realistas de sus costos y poder calcular de forma adecuada los beneficios netos de estas importantes decisiones.
Proponer un paquete de estímulo fiscal por la vía de la inversión en infraestructuras como forma de dinamizar la economía en momentos donde la pandemia ha golpeado duramente a las economías a lo largo y ancho del planeta no puede hacernos perder de vista que siempre es posible elegir en dónde actuar, de forma de maximizar los beneficios y minimizar los costos de hoy y de mañana.
(*) Especialista en gestión y financiamiento de infraestructuras.