La crisis económica generada por la enfermedad del coronavirus (COVID-19) tiene un impacto importante en los países de América Latina y el Caribe y golpea una estructura productiva y empresarial con debilidades que se han originado a lo largo de décadas. La estructura productiva de la región presenta una gran heterogeneidad entre los sectores y entre las empresas.
Pocas actividades de producción y procesamiento de recursos naturales, algunos servicios de alta intensidad de capital (electricidad, telecomunicaciones y bancos) y pocas grandes empresas tienen altos niveles de valor agregado por trabajador, mientras que los demás alcanzan niveles muy bajos de productividad.
Esta estructura productiva es la base de las brechas externa e interna de productividad de la región (CEPAL, 2010). La primera mide la diferencia entre la productividad laboral de América Latina y la de los Estados Unidos, que se adopta como referencia de la frontera tecnológica internacional. La segunda registra la diferencia que existe, dentro de cada país, entre la productividad laboral de las microempresas y pequeñas y medianas empresas (MIPYMES) y la de las grandes empresas.
En cuanto a la brecha externa, en 1980 la productividad laboral latinoamericana alcanzaba el 36,6% de la de los Estados Unidos. Después de una abrupta caída en esa década y, en menor medida, en los años noventa, la productividad relativa de la región llegó a ser de apenas un quinto de la de los Estados Unidos entre 1999 y 2018. En términos absolutos, la productividad laboral de la región creció un 0,6% anual entre 2008 y 2018.
En cuanto a la brecha interna, la heterogeneidad entre las empresas es muy elevada en América Latina. En 2016 la productividad del trabajo de una empresa mediana era, en promedio, menos de la mitad de la correspondiente a una empresa grande. En las empresas pequeñas la productividad laboral alcanzaba apenas al 23% de la productividad de una empresa grande y las microempresas presentaban una productividad laboral equivalente a solo un 6% de la correspondiente a las empresas grandes.
Además, las diferencias de desempeño entre los distintos segmentos de las MIPYMES eran mucho más marcadas en América Latina que en estructuras productivas menos heterogéneas, como las de la Unión Europea. Por ejemplo, en la Unión Europea la productividad de las empresas medianas no alcanzaba a duplicar la de las microempresas (como proporción de la productividad de las grandes empresas, eran de un 76% y un 42%, respectivamente), mientras que en América Latina era más de siete veces mayor (46%, frente a 6%)
En la estructura productiva de los países de la región, no hay incentivos para el desarrollo de actividades de mayor valor agregado en las MIPYMES, e incluso hay factores que lo dificultan. En las actividades basadas en recursos naturales y los servicios básicos (agua, luz, electricidad y telecomunicaciones), no pueden desarrollarse debido a la elevada intensidad de capital que requieren las inversiones. Por otro lado, las actividades intensivas en conocimientos, cuando existen, son enclaves poco articulados con el resto de la economía en los que son escasas las posibilidades de modernización y mejoramiento para las MIPYMES que operan en ellos (Dini y Stumpo, 2019). Finalmente, la alta informalidad prevaleciente en muchos mercados laborales (que llega al 54% del empleo total, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT)) dificulta especialmente el desarrollo de las microempresas y las pequeñas empresas.
Las brechas de productividad interna y externa que caracterizan la estructura productiva de la región son factores que deben ser tenidos en cuenta al diseñar medidas de política para la reactivación que sean conducentes a un cambio estructural progresivo, es decir, que permitan avanzar hacia sectores con mayor productividad y tecnología, generación de empleos y sostenibilidad.
N.º 4 INFORME ESPECIAL COVID-19 CEPAL