Por Graciela Bianchi (*) | @gbianchi404
Si luchamos por llegar al gobierno fue para defender la República democrática frente al populismo y de los sectores radicales que dominan el FA, a saber, Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, Partido Comunista y Partido Socialista del Uruguay. Quedó probado que los llamados sectores moderados no tienen electorado dentro de esa coalición porque los que pensábamos en la posibilidad de la socialdemocracia nos fuimos.
La “llave” para refundar los principios artiguistas de nuestro país es la educación pública, y con ésta la laicidad. Por decisión legislativa se consagró el «Día de la Laicidad» a celebrarse el 19 de marzo porque ese día, en 1845, nació José Pedro Varela. Tuvo precedentes como la obra de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular -de la que Elbio Fernández fue su presidente fundador-, un grupo de intelectuales que desde lo que hoy llamamos sociedad civil en poco tiempo sentó las bases en el ámbito privado de la educación, luego trasladada al Estado. Uruguay, desde fines del Siglo XIX, superó la falsa dicotomía que hoy muchos intentan mantener vigente de lo público con lo privado; y supimos llevar adelante una inteligente complementariedad.
De acuerdo a la Real Academia Española, es el “principio que establece la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa”. Actualmente, estos conceptos están superados porque no es la religión el tema central para cuidar el pensamiento crítico. Hoy el desafío mayor es respecto de las ideas políticas y de la distorsión de lo que llamamos eufemísticamente como la “historia reciente”.
Varela lo dice en su obra ‘La Educación del Pueblo’: «En primer lugar, el Estado es una institución política y no una institución religiosa. Apoyándose en los principios generales de la moral, tiene por función garantir las personas y las propiedades, asegurando el reino de la justicia, y no debe favorecer a una comunidad religiosa determinada, con perjuicio de las otras que pueden ser profesadas por algunos miembros de la comunidad. La escuela, establecida por el Estado laico, debe ser laica como él. La educación, que da y exige el Estado, no tiene por fin afiliar al niño en esta o en aquella comunión religiosa, sino prepararlo, convenientemente, para la vida del ciudadano. Para esto, necesita conocer, sin duda, los principios morales que sirven de fundamento a la sociedad, pero no los dogmas de una religión determinada, puesto que, respetando la libertad de conciencia, como una de las más importantes manifestaciones de la libertad individual, se reconoce en el ciudadano el derecho de profesar las creencias que juzgue verdaderas. Sucede lo mismo con respecto a la política: la escuela no se propone enrolar a los niños en este o aquel de los partidos, sino que les da los conocimientos necesarios para juzgar por sí y alistarse voluntariamente en las filas que conceptúen defensoras de lo justo, de lo bueno».
La Constitución de 1917 consolida todo este proceso al establecer también en el artículo 5 que «todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay; el Estado no sostiene religión alguna». Y siempre en el ámbito jurídico, el artículo 17 de la Ley General de Educación del año 2008 profundiza en el concepto de laicidad, consagrando el derecho de los alumnos de recibir todo lo necesario para formar y estimular su conciencia crítica, sustentada también en la libertad de conciencia que consagra el artículo 54 de la Constitución Nacional.
El problema en el Uruguay de los últimos años no ha sido normativo sino la realidad: violación permanente de las prácticas educativas laicas. Éstas deben ser modificadas ya, al igual que los textos que deben mantener los criterios técnicos.
Como docente, me inspiro en Reina Reyes, una educadora con un origen filosófico muy diverso, puesto que tiene raíces marxistas, en Dewey y en Erich Fromm. Es una mujer esencialmente pragmática que nació en 1904 y ocupó, habiéndola ganado por concurso, la cátedra de Pedagogía en el Instituto Magisterial Superior y en los Institutos Normales. Fundó las bases de la laicidad vinculada a la educación, con un criterio de ciudadanía, republicano y democrático, que es lo que hoy tiene que llevarnos a sustentar la laicidad en forma absolutamente indiscutible. Fue una militante activa de los movimientos en defensa de la educación pública, laica y rural, de la autonomía universitaria y de los derechos del niño y del adolescente. Fue de las primeras uruguayas en empezar a hablar, escribir y actuar en los institutos con adolescentes que tenían problemas o adolescentes infractores como diríamos hoy, porque no hay que tenerle miedo a las palabras. Sin ser abogada, tuvo una enorme participación en las primeras bases de nuestro derecho penal juvenil y, desde 1944 en adelante tuvo una importantísima participación en la salud mental. La consagración llegó en 1946 con su obra mayor “La educación laica”. Su propuesta está muy vinculada al humanismo real, que se sustenta fundamentalmente en dos conceptos. Uno es el del hombre concreto, que es el que conocemos todos, es decir, el hombre real, con sus aspiraciones y necesidades. El otro concepto en el que se basó tiene que ver con el hombre situado, que está condicionado y se explica por las relaciones económicas, políticas, culturales y sociales que le tocó vivir.
Elijo detenerme en el segundo concepto, el que está inmerso en las relaciones económicas, culturales y sociales, que dependen de la situación social o del lugar en el que le toca vivir. Sus propias palabras lo establecen: «Comprometido con los otros y para conquistar su libertad autónoma y participativa». O sea, que la educación precisamente interviene para integrar los dos aspectos: lo racional y lo irracional. Para ella, otro fin de la educación es estructurar las condiciones innatas del pensamiento reflexivo y de la estabilidad emocional. En definitiva, la laicidad es importante, porque permite la consolidación de esos dos aspectos del ser humano y habla de hombre como especie humana y de niños. Insiste: “(…) Cuando los alumnos requieren conocer el criterio del profesor, este, si acepta la laicidad, no tiene ningún inconveniente en contestar respetando todas las posiciones, porque es contraproducente negarse a tener y dar una opinión en un conflicto en el que estamos todos comprometidos». Esto lo escribió en 1972. ¡Difícil año para el Uruguay! Sin embargo, puso la pica en Flandes.
La síntesis de todo lo que se ha dicho es el concepto de respeto. No hablo del respeto en cuanto a las costumbres, sino del respeto al otro en cuanto a la libertad individual; y debe diferenciarse entre el concepto de respeto que hace a la laicidad y a la idea de tolerancia, que se inclina más a insinuar, a soportar como un favor las ideas contrarias a las propias. ¡No es un favor aceptar las ideas contrarias a las propias! Forma parte de la libertad de un hombre que vive en una sociedad republicana y democrática, y su libertad es el sustento. Por eso, solo con democracia aseguramos la laicidad y solo con una escuela pública laica aseguramos que el Estado sea laico. Un Estado laico permite, sobre la base de la igualdad de oportunidades, la libre comunicación de las ideas y el pleno desarrollo de la persona humana.
Y los derechos tienen una virtud fundamental: la de ser inviolables. Seremos más República, más democracia y habremos construido más ciudadanía y tolerancia siempre que consideremos inviolables los derechos, sobre todo hoy, que se habla de la “nueva agenda de derechos”. Uruguay suscribió la Declaración Universal de Derechos Humanos del año 1948, por lo que nadie puede tener el monopolio de la libertad de enseñanza, ni siquiera el Estado. Esto se debe a que es muy delgada la línea entre el poder del Estado y la libertad de los ciudadanos; hay que poner frenos al primero para que no avance sobre la libertad individual de los mayores y, sobre todo de los menores. Esa es una doble responsabilidad que tenemos.
El término laico deriva de laos, que significa pueblo no diferenciado, no jerarquizado. Por eso la laicidad es una actitud y el laicismo es una doctrina. El Estado laico posibilita la construcción de una sociedad con cohesión social. Concretamente, la laicidad responde, sin ninguna duda, al espíritu del humanismo, que proclama la dignidad de la persona humana, respeta la individualidad de cada hombre concreto y, en consecuencia, deja al ser humano en plena elección personal en todos los ámbitos: político, religioso, filosófico, artístico, etcétera. Yo considero que la laicidad no es neutralidad. Tampoco es abstencionismo. La laicidad es permitir que todos tengamos toda la información y las mismas posibilidades de pensar.
No dudemos que Uruguay ha sido y deberá seguir siendo un defensor a ultranza de la laicidad en el sentido más correcto de la palabra. Eso asegura la formación de un hombre absolutamente libre y, en consecuencia, con libertades de todo tipo. Defendamos la laicidad porque de esa manera defenderemos al hombre libre y, en consecuencia, tendremos asegurada la República y la democracia. ¡Por eso hay que tener tanto cuidado con que la educación sea laica, además de gratuita y obligatoria!
(*) Senadora por el Partido Nacional – Sector Todos – Lista 404.