Por Pablo Mieres (*) | @Pablo_Mieres
En los años sesenta uno de los más lúcidos pensadores de nuestro país, Carlos Real de Azúa, calificaba a nuestra sociedad como una sociedad “hiperintegrada”. Una sociedad de cercanías en la que las personas pertenecientes a los diferentes estratos sociales, más allá de las grandes diferencias de ingresos y niveles de vida, compartían de manera bastante amplia y abarcativa un sistema de normas y valores que hacían posible un tipo de convivencia social en el que predominaba la homogeneidad y el sentimiento de igualdad, entendidos como valores superiores que permitían que en los lugares públicos de encuentro social se apreciara con naturalidad la presencia de personas pertenecientes a los orígenes sociales y económicos más variados.
En efecto, en los boliches que pululaban en los barrios, pueblos y ciudades a lo largo y ancho del país, se encontraban parroquianos que compartían largos ratos de tertulia hablando de los temas locales y nacionales compartiendo visiones y sosteniendo discusiones que estaban marcadas por la tolerancia y el diálogo.
A su vez, el fútbol no conocía de graves incidentes de violencia, ni existía la imposibilidad de asistir a los espectáculos en familia, ni se separaban las hinchadas. Por el contrario, la rivalidad y los enfrentamientos tenían límites claros, sensatos y precisos.
La educación y el trabajo aparecían como los caminos indiscutidos para alcanzar el éxito social y la obtención de un mejor nivel de vida.
¿Había desigualdad? Por supuesto que la había. ¿Había pobreza? También, y seguramente para los estándares actuales sería mayor que ahora, aunque con la diferencia de que los niveles de bienestar estaban más acotados para el conjunto de la población.
La educación pública, el acceso a la salud y la construcción de una democracia con partidos fuertes eran las instituciones que sostenían la “hiperintegración” referida por el lúcido análisis de Real de Azúa.
Ciertamente “ha caído mucha agua por debajo de los puentes” y hoy en día nuestra sociedad no se parece en nada a aquella que ostentaba orgullosamente un fuerte grado de integración social.
En efecto, algunos echan la culpa a los tiempos del “neoliberalismo” de los noventa, caricaturizando lo que en esos tiempos ocurrió. Otros sostienen que el cataclismo del 2002 destruyó las bases de la convivencia social de manera definitiva.
Sin embargo, desde aquellos tiempos a la fecha, también ha pasado “mucha agua por debajo de los puentes”. Por ejemplo, hemos tenido una década de crecimiento económico fantástico que superó los indicadores históricos más positivos. Entre 2004 y 2014 Uruguay creció de manera continua a tasas nunca vistas durante el siglo XX, generando una acumulación de riquezas y una capacidad de recaudación del Estado absolutamente inédita.
Estas circunstancias permitieron que los indicadores vinculados al funcionamiento de la economía y al desarrollo productivo hayan alcanzado niveles inéditos y, como consecuencia de ello, hayamos visto cómo los niveles de pobreza e indigencia se reducían sustancialmente hasta alcanzar guarismos, también, históricamente pequeños.
En efecto, los porcentajes de población por debajo de la línea de pobreza, entendiendo pobreza como un determinado nivel de ingresos per cápita o por hogar, han llegado al mínimo histórico.
Sin embargo, la realidad social de nuestro país muestra un gravísimo y sostenido proceso de fragmentación y segmentación social que resulta inocultable y que contrasta con el enorme crecimiento económico alcanzado y con la vieja sociedad integrada del pasado.
¿Qué ocurrió?
Que las políticas sociales, educativas, de vivienda y de seguridad de los años de fantástico crecimiento económico fueron un verdadero fracaso. Es decir que a pesar de que este período coincidió con un gobierno de un partido que se dice de izquierda, su construcción de políticas públicas, fracasó en el corazón de lo que define a un gobierno de izquierda: la equidad, la justicia social y la integración social.
Nuestra sociedad muestra una mueca horrible de ruptura de los códigos de convivencia y sintonía social. La sociedad uruguaya está profundamente fracturada en el nivel de las normas y valores. Existen sectores de nuestra sociedad que viven en otra dimensión, hablan otro idioma, actúan según reglas de conducta que no son propias de nuestra historia.
El valor de la educación y del trabajo para importantes sectores de nuestra población ha decaído sustancialmente y los caminos de salida transcurren por conductas de ruptura con la normativa vigente, afincados en la búsqueda de las opciones delictivas o, simplemente, apegados a una suerte de anomia social que ha ganado a importantes conjuntos de nuestra ciudadanía.
Las tasas de asistencia y egreso de las generaciones jóvenes en el sistema educativo son bajas en términos comparados, ya no con respecto al mundo desarrollado sino en el conjunto de América Latina. Las oportunidades de empleo y acceso al mundo moderno se han disparado generando desigualdades cada vez mayores entre los incluidos y excluidos. Los resultados educativos se han disparado aumentando la distancia entre los jóvenes que pertenecen a los sectores socio-económicos más bajos con respecto a los jóvenes de los sectores socio-económicos más altos.
Junto a ello observamos otros indicadores de desintegración social, como la elevadísima tasa de suicidios que está muy por encima de la media internacional, lo que habla de una profunda crisis de integración y de bienestar en la sociedad uruguaya.
Pero, además, durante toda la década del crecimiento fantástico no fue posible reducir el número de personas que viven en la calle, ni tampoco se redujo la población que vive en asentamientos irregulares.
Por eso decimos que el drama de la integración social es el mayor escándalo que vive nuestra sociedad y, por lo tanto, es el mandato primero que debe responder un gobierno de cambio.
En tal sentido, es imprescindible y urgente un rediseño de las políticas sociales con una fuerte prioridad en la atención de la primera infancia, puesto que entre el nacimiento y los tres años se juega el destino de la maduración afectiva e intelectual de las personas. La incorporación de sus familias acompañando y participando en el proceso de atención directa es parte del proceso de reintegración; porque como decía Juan Pablo Terra en 1989, aún hoy “la pobreza sigue teniendo cara de niño en nuestro país”. Hay que potenciar el Plan CAIF buscando universalizar la asistencia de los niños desde su nacimiento con el apoyo de equipos multidisciplinarios y la participación de la comunidad organizada. Hay que construir otro MIDES totalmente diferente al que actualmente existe.
Pero, esta estrategia debe acompañarse de una profunda y urgente reforma educativa para que los niños a partir de los cuatro años comiencen un trayecto exitoso de formación que permita superar una tragedia nacional silenciosa como es la realidad educativa actual. Construyendo centros educativos autónomos, trabajando y comprometiendo a los estudiantes, sus familias y la comunidad local; dignificando y profesionalizando a los docentes y actualizando los contenidos y la calidad de los aprendizajes.
Y todo este programa se debe complementar con la imprescindible recreación de la seguridad ciudadana, lo que implica la recuperación del control y la presencia policial permanente en los barrios a través de la recuperación de las comisarías barriales y, al mismo tiempo realizar una profunda reforma de la política carcelaria que permita reducir sustancialmente la tasa de reincidencia.
De este modo se construye un trayecto blindado para que las nuevas generaciones sean actores protagónicos de un cambio hacia la recuperación de la integración social.
Por este camino, firme y contundente, sin demoras y con visión de integralidad de los trayectos de vida de los ciudadanos, se podrá responder al principal drama que vive nuestra sociedad. Para que el cambio sea con garantía de sensibilidad social.
(*) Senador y candidato a presidente por el Partido Independiente.