Por Pablo Mieres (*) | @Pablo_Mieres
Cuando en octubre de 2004 el Frente Amplio ganó en primera vuelta las elecciones nacionales accediendo por primera vez al gobierno de nuestro país, no solo se produjo un hecho histórico sin antecedentes sino que se inauguró una época política que algunos llamaron “la era progresista”, caracterizada por una rotunda hegemonía política y cultural del nuevo partido en el gobierno.
En efecto, de 2004 hasta 2015 el Frente Amplio gobernó con total comodidad desde la mayoría absoluta que, elección tras elección, la ciudadanía le otorgó a través del voto popular. Es indiscutible que desde 2004 hasta el comienzo de este período de gobierno hemos vivido una notoria estabilidad político-electoral caracterizada por escasísimos movimientos en la expresión del voto ciudadano que apenas representó una modificación de respaldos que no superaban el cuatro o cinco por ciento de una elección a otra.
En definitiva, vivimos una década de altísima estabilidad en la oferta partidaria y en la respuesta electoral de los ciudadanos.
Sin embargo, durante este período de gobierno, y ya desde sus inicios, estamos asistiendo a un final de época, al agotamiento de un ciclo político. En efecto, el proyecto del Frente Amplio en el gobierno muestra señales indisimulables de agotamiento, falta de iniciativa, impulso e ideas.
La agenda gubernamental está vacía y prácticamente su única apuesta es la concreción de una nueva macroinversión, es decir a que UPM defina la construcción de una nueva planta de celulosa, lo que nos parece positivo para el país, pero que como programa de un gobierno de cinco años resulta evidentemente insuficiente. Entre otras cosas porque ese hecho no es consecuencia de la voluntad política del gobierno, sino de las decisiones estratégicas de la empresa en cuestión.
En fin, por otro lado, el partido de gobierno exhibe, cada vez más, elevados niveles de confrontación y diferencias internas. Estas siempre existieron, pero ahora se potencian, quizás al calor de la impotencia y de la incertidumbre.
Puede ser que el gobierno transite la segunda mitad con un panorama más favorable, desde el punto de vista del escenario económico, pero el desgaste sustancial del proyecto frenteamplista no radica en el fracaso de su política económica sino que se expresa en la ausencia de nuevas iniciativas, en su incapacidad de acometer las reformas pendientes, en su congelamiento debido a compromisos corporativos particularmente con los sindicatos y en la claudicación ética que afecta su histórica pretensión de superioridad moral sobre sus adversarios.
En efecto, particularmente durante el 2016 fue muy notorio que la catástrofe de Ancap, sumado al bochornoso episodio del título inexistente que fue defendido a ultranza por todo el partido de gobierno y la negativa a investigar los oscuros vínculos existentes en los negocios con Venezuela, han deteriorado de manera irreversible la ostentosa aseveración frenteamplista de que ellos eran distintos a los viejos partidos tradicionales en el plano de la ética de la gestión pública.
Lo cierto es que las señales de desgaste, cansancio y agotamiento del proyecto político del Frente Amplio se observan también en la opinión pública. Este gobierno, a diferencia de los anteriores del Frente Amplio, registra niveles de apoyo bajos siendo superiores las opiniones que desaprueban la gestión con respecto a los que la aprueban. Este balance adverso es la primera vez que ocurre desde 2005. Y esta situación se registra en todas las encuestas publicadas, sea cual sea la empresa encargada de hacer la medición.
Por otra parte, las encuestas, también todas ellas, muestran un nivel de apoyo al Frente Amplio, en términos electorales, que se ubica promedialmente alrededor de quince puntos por debajo de su votación en 2014 y diez puntos menos de lo que marcaba hace cinco años, a la misma altura del período de gobierno anterior.
En definitiva, una fuerte erosión política que no solo es visible en la gestión del gobierno, sino también en el partido de gobierno y en el apoyo ciudadano que recibe.
Como es lógico en cualquier tiempo de cambio, se mueve todo el tablero político.
Efectivamente hay señales de incertidumbre en los partidos y estas se expresan en novedades y movimientos que no ocurrieron durante toda la década anterior. En efecto, en 2010 todos los analistas, periodistas y dirigentes políticos de este país tenían bastante claro cómo iba a ser la presentación electoral de los partidos y sus candidatos en las elecciones de 2014 y, en efecto, todo ocurrió tal cual estaba previsto, con la única excepción de un cambio en la candidatura presidencial del Partido Nacional.
¿Alguien sabe cómo será la oferta electoral que los partidos ofreceremos a la ciudadanía dentro de dos años? Los niveles de incertidumbre son extremadamente elevados y particularmente sorprendentes para nuestro tradicionalmente estable sistema de partidos.
A su vez, los niveles de indefinición ciudadana son también mucho más altos que en el período anterior. Es más, ese diez por ciento del electorado que hace cinco años se volcaba por el partido de gobierno, hoy aparece engrosando el número de los ciudadanos que no tienen definida su conducta o se sienten refractarios ante los partidos políticos.
Porque no alcanza con el fracaso o agotamiento del partido gobernante; la cuestión es qué o cuáles son las alternativas que se ofrecen a la ciudadanía y hasta dónde estas opciones son capaces de generar expectativas, entusiasmo o confianza para ofrecer un nuevo proyecto gubernamental creíble y confiable.
Este es un asunto crucial. El dilema de 2019 es entre el continuismo de un proyecto agotado y las opciones de cambio que se ofrezcan.
Hace un año y medio el senador Jorge Larrañaga afirmó que “el Frente Amplio está pronto para perder, pero la oposición no está pronta para ganar”. Fue muy criticado por eso, pero puso arriba de la mesa un asunto relevante: no alcanza con la constatación del desgaste del gobierno si la gente no visualiza un proyecto potente que pueda crear la confianza suficiente para promover un cambio político.
Nosotros, desde el Partido Independiente, estamos fuertemente convencidos de que la ciudadanía espera una alternativa de cambio nueva, capaz de generar esperanza y entusiasmo. La disyuntiva debe superar una dicotomía que luce poco atractiva, entre el continuismo sin proyecto o una propuesta que suene o se parezca al retorno al pasado.
Es necesario ofrecer un cambio que no signifique volver atrás. Y, a nuestro juicio, ese cambio debe construirse desde un espacio de centro izquierda o izquierda democrática que sea capaz de reconocer los logros de este tiempo, sin miedos ni necedad, pero que incorpore un nuevo impulso para corregir los errores cometidos, dar garantías de transparencia y honestidad, completar algunas transformaciones que están a medio camino e impulsar las reformas pendientes que son importantes obstáculos para avanzar hacia un desarrollo con equidad.
Esa es la tarea que nosotros tenemos por delante en estos dos años que quedan para que la ciudadanía resuelva nuevamente el rumbo a seguir en los próximos tiempos. Ofrecer a los uruguayos una alternativa política nueva en la que se pueda creer, que ofrezca capacidad de superar la dicotomía de las dos mitades en que durante estos años ha estado dividido nuestro país y nuestra sociedad.
De cualquier forma, hay algo que definitivamente está instalado, gane quien gane en las elecciones de 2019 habrá terminado el gobierno de un solo partido. El que gane tendrá que buscar acuerdos, coaliciones o entendimientos para lograr los respaldos que le permitan gobernar. Habrá terminado el ciclo político iniciado en 2004.
(*) Senador del Partido Independiente