Por Luis Hierro López (*) | @LuisHierro7
“La Argentina devorada”, el reciente libro del destacado economista José Luis Espert, analiza con crudeza los bloqueos históricos que han hecho del país vecino el escenario ideal de las contradicciones. La fenomenal propensión al gasto ha venido sepultando, una década tras otra, la potencialidad que el país tuvo.
La suma de peronismo con empresarios “prebendarios”, que vivieron siempre del Estado y no de su capacidad para innovar y competir; y con sindicatos organizados en torno a una enorme trama de poder económico y social, hizo que el país vecino cayera en un proceso de corrupción y de estancamiento del que le será difícil salir.
La hiperinflación, la guerra sucia, el populismo y la corrupción institucionalizada liquidaron al Estado de Derecho y así llegó un día en que, sonriendo y tomándose el asunto a la broma, un presidente argentino declaró el default, entre el aplauso cómplice de decenas de miles de sus compatriotas.
Todavía hoy, a 16 años de aquella aventura, Argentina tiene dificultades para conseguir inversiones. Ha pagado tardía y muy costosamente sus deudas, pero el mundo de las finanzas desconfía todavía de ese país, pese a que el gobierno de Macri tiene la clara intención de superar las décadas de retroceso y de irresponsabilidad. Las inversiones no llegan todavía y es posible que tengan que pasar algunos años más para que se restablezca la normalidad y para que el país ofrezca garantías de certidumbre y de confiabilidad.
En la otra orilla
Ese fue el escenario que, con visión y con patriotismo, advertía el presidente Jorge Batlle en la crisis de 2002, al negarse a los reclamos de que Uruguay declarara el default, exigencia promovida entonces por el Fondo Monetario y por algunos uruguayos equivocados. Jorge Batlle tuvo una voluntad extraordinaria para mantener la tradición del país, que siempre cumplió sus obligaciones. En los peores momentos de la crisis y casi en soledad, se aferró a esa convicción profunda y con el coraje sereno que distingue a los grandes conductores, supo llevar al país a una salida que hoy es recordada y elogiada.
Quienes teníamos responsabilidades en aquellos momentos solíamos decir entre nosotros, casi como una contraseña, que la solución debía ser moldeada “a la uruguaya”, lo que equivalía a indicar que nuestro país no debía imitar el camino argentino. Y efectivamente, aquel comportamiento, diseñado y aplicado por el presidente Batlle y compartido por partidos y sindicatos responsables, permitió que ya en 2003 Uruguay superara la crisis y que tuviera en 2004 un crecimiento económico extraordinario, con inversiones – celulosa, aeropuerto de Carrasco, terminal de contenedores, el hipódromo- que marcaban el retorno de la confianza.
Todavía hoy hay quienes indagan sobre las razones casi mágicas que motivaron la ayuda internacional para que el pequeño Uruguay saliera de la encrucijada. Y para mí el asunto tiene una clara respuesta: la tradición de un país que siempre cumplió sus compromisos y fue gobernado con un profundo sentido de la responsabilidad, ajeno a cualquier demagogia.
Con la historia no alcanza
Esta comparación histórica es oportuna, sobre todo cuando el actual gobierno uruguayo dirige todas sus expectativas a la inversión finlandesa en la segunda planta de UPM, la que no sería posible si en aquel tiempo desafiante, en el que precisamente se promovió la instalación de las primeras dos plantas de celulosa, no se hubieran desarrollado las políticas de certidumbre y confianza que requieren las inversiones. Quiere decir que el Uruguay de hoy depende en buena medida de lo que se hizo hace quince años, así como las fábricas de celulosa eligieron a Uruguay porque hacía décadas que la política forestal garantizada por ley, había creado las condiciones productivas adecuadas para ese desarrollo fabril y tecnológico.
Quiere decir que las inversiones, sin las cuales los países no funcionan, se promueven por las políticas y conductas de larga duración, por la vigencia plena de las garantías y derechos y por la certidumbre jurídica que los países ofrezcan. Ahora que los partidos de izquierda aceptan la inversión extranjera y que poco a poco se advierte que el Estado ya no puede ser la fuente única de los recursos, es oportuno tener presente el mal ejemplo de Argentina y su contracara uruguaya.
Pero claro, con ello no alcanza y las actuales negociaciones del gobierno con UPM demuestran que las grandes inversiones están reclamando nuevas condiciones, que van desde la infraestructura adecuada a la flexibilidad laboral necesaria, lo que requiere la participación de sindicatos dirigidos inteligentemente y no meramente a través de una conducción clasista e ideológica. Por razones que los gobernantes deberían tener en cuenta, hay empresarios uruguayos que han resuelto trasladar sus operaciones a Paraguay, así como varios proyectos de inversión extranjera que podrían haberse radicado acá, han optado por ese país cercano. El costo país, la reiteración de paros y movilizaciones sin sentido – la negativa del sindicato de AFE a que emisarios de UPM revisaran las vías del ferrocarril – y la permanencia de algunos factores de riesgo macroeconómico como el abultado déficit fiscal y la permanente extensión del gasto público, son factores negativos que pueden generar reticencias y dudas en los inversores. Ni qué hablar de las violaciones al estado de Derecho, como cuando el ex presidente Mujica dijo que hay veces que “lo político está por sobre lo jurídico”, o cuando el Poder Ejecutivo se niega a acatar una sentencia judicial, como ha ocurrido en el caso de los funcionarios del Poder Judicial. Las autoridades nacionales deberían ser conscientes de esas limitaciones y enfrentarlas con voluntad de cambio, con la decisión y la firmeza que mostró el gobierno en 2002.
Así como es bueno tener en cuenta la historia reciente de Argentina y de Uruguay, que habla de nuestra fortaleza, es imprescindible atender ahora a las nuevas señales que ofrece el país, que muestran su debilidad.
(*) Exvicepresidente de la República – Partido Colorado