Por Luis Almagro (*) | @Almagro_OEA2015
El día 9 de enero fue un día especialmente triste, ese día asistí al funeral de Estado del presidente Jimmy Carter y ese día se despidió el presidente José Mujica. Las dos cosas a la vez hicieron el día particularmente doloroso. Ellos son las dos personas que más admiro en la política, por sus convicciones democráticas y liberales. Los dos hicieron un ejercicio de la política profundo en lo conceptual y que se extendió en el tiempo más allá del período de sus presidencias con toda una serie de acciones y tareas que hacen a la esencia de la vida real de la gente.
El presidente Mujica me permitió tantas veces disentir en el ejercicio de mis funciones, ya sea en el mano a mano como ante la opinión pública, que no tengo palabras ni conceptualización democrática posible para expresar la admiración que siento por él, por eso y por diez mil cosas más. A veces lamento no haberle sido más “seguidista”, pero siento que de esa forma no lo hubiera representado ni interpretado tan cabalmente. Su vida es hermosamente política pues nos da a todos una nueva dimensión ética y estética del sentido de la justicia, la democracia y la patria para todos.
El presidente Carter significa la vida misma de la democracia en la región, cambió el concepto de defensa de la democracia por uno que colocaba las instituciones, las libertades fundamentales, los derechos humanos por encima de intereses mezquinos de guerra fría y de amistades que podían hacer más daño que bien. Sobre algo tan vigente como los Tratados Torrijos-Carter, la opinión de cualquiera que se separe de lo que dicen los acuerdos vale nada, porque lo que importa es el cumplimiento de buena fe de lo firmado y ratificado, por eso lo que digo adhiere a su letra y su espíritu. Su profundidad política y ética expresada en palabras y acciones, en consejos, son un referente permanente de lo que digo y hago.
Por ello pienso que saldremos de las dictaduras que tenemos ahora como salimos en su momento de las dictaduras del pasado. Simplemente el trabajo debe continuar empujado por convicciones democráticas. Y fiel a las mismas en nuestros pensamientos y acciones.
El año pasado fue un año de elecciones relevantes. Prácticamente todos terminaron dentro de la normalidad institucional que se esperaba, salvo el caso específico venezolano. Un año en el que aprendimos mucho debido a las necesidades que tienen los sistemas políticos regionales, polarizados arriba, sufridos abajo, donde tenemos tantos dueños de la verdad que el diálogo político prácticamente no cuenta. Y además porque hemos sido aprehendidos en una pinza que, por un lado, nos llama a ejercer nuestros derechos, nuestra individualidad y aquello que concebimos como nuestros ideales y, por el otro, la crueldad de las realidades sumergidas en desigualdad, pobreza, violencia. Y cada uno de estos elementos se debate en las ambigüedades generadas en el hecho de que son a la vez víctimas y victimarios de las situaciones políticas que se generan. Fue un año en el que el régimen cívico-militar venezolano no dio ni medio paso hacia la democracia y en el que haya trabajado un minuto para resolver la espantosa situación humanitaria que vive el pueblo.
Cada persona expone esa ambigüedad sistémica, pero también lo hace cada comunidad, cada país, cada partido, cada liderazgo. En una dimensión Beauvoiriana somos más objetos que sujetos de la política. Nuestras libertades están cotizadas en el mercado de lo conveniente y nuestros principios se cocinan al fuego lento de la inoperancia sistémica.
El caso Venezuela es un caso extremo porque empezó ante la mirada del mundo que trataba de negar lo que ocurría. Se prefería negar que allí estuvieran ocurriendo ejecuciones extrajudiciales, se trataba de negar que hubiera presos políticos, se deseaba ignorar que hubieran torturados o que estuviéramos en los comienzos de una crisis humanitaria; los que atacamos estos temas, de ninguna manera temas menores, ya sean violaciones sistemáticas de derechos humanos o crímenes de lesa humanidad desde la izquierda éramos considerados “traidores” y no “verdaderos demócratas más allá de la ideología”.
Las soluciones institucionales fueron desapareciendo con el correr de los años y se perdieron momentos que eran tan importantes en nombre de la verdad de la ideología.
El remolino del hundimiento venezolano arrastró a otros a padecer problemas institucionales, más o menos graves. Algunas veces a la derecha, algunas veces a la izquierda. La conveniencia de permanecer en el poder no tiene ideología, solamente es necesaria la falta de determinados reflejos democráticos.
El camino del opresor ha sido también lleno de contradicciones, por uno el deseo de no perder legitimidad en la comunidad de naciones, ya sea de la región, ya sea en el ámbito global. Esas variables de legitimidad han tenido diferentes niveles.
Pero también tener un margen de mentira ante el propio pueblo, la esencia del opresor es bloquear a sus ciudadanos oprimidos de elegir libremente su futuro. Lo extraordinario de Venezuela es que la gente continúa teniendo reflejos democráticos y encontrando soluciones democráticas a pesar de que la comunidad internacional muchas veces no ha estado ni remotamente interesada en que esto fuera así. A pesar de los años de violaciones sistemáticas de derechos humanos por parte del gobierno de facto de Venezuela con una conculcación permanente de las libertades individuales y de los derechos colectivos.
Obviamente estos elementos han sido acompañados por errores y “errores” de la oposición venezolana, los cuales obviamente también no tienen manera de ser comparados con los del régimen, ni en la dimensión de la corrupción, pero especialmente porque la comisión de crímenes de lesa humanidad otorga a las acciones de la dictadura cívico-militar venezolana una característica enteramente diferente.
Esta combinación de elementos internos y externos ha sido devastadora para la democracia venezolana. Pero los venezolanos en general todavía no se sienten condenados para siempre al hecho de vivir en dictadura. Quizás sienten cosas que no están enteramente de acuerdo con su percepción, por eso los desencantos internos y externos son permanentes. Les ha tocado enterarse de la peor manera en reiteradas ocasiones de que los intereses y el ego juegan un papel más determinante que la ideología y las alianzas preconcebidas.
Esos factores fuera de su control han hecho que las dinámicas políticas nunca hubieran funcionado, ni aun cuando hubieran hecho todo bien, lo cual definitivamente no ha sido el caso. En términos maquiavelianos digamos que las condiciones emergentes de la realidad les han sido bastante negativas y que sus virtudes tampoco han sido un punto fuerte.
Venezuela es un país con recursos, los cuales no han sido utilizados adecuadamente por el gobierno de facto venezolano en sus dinámicas de gobernanza, que ha llevado al país más rico de la región a niveles paupérrimos de miseria, con crisis humanitaria, migratoria y de derechos humanos; pero ha sabido utilizar esos recursos de tal forma que internacionalmente se le han generado condiciones de supervivencia o, por lo menos, de ganar tiempo. Siempre ha aparecido alguno a darle el cuarto que faltaba pal pial.
Esto ha sido siempre a un costo alto para la democracia en la región, porque las malas prácticas no necesitan de proyectos, ni de financiación internacional, ni especialistas, sino que son extremadamente contagiosas y se propagan a velocidad increíble. Los costos son altísimos, pero los costos altísimos que son para la gente en general tienen menos reacción en contra y menos resistencia que los costos que afectan intereses, digamos, mejor posicionados.
La fórmula de la política para el poder es como si fuera la misma de la teoría de la relatividad de Albert Einstein: e=mc2. La energía que utilicemos, basada en los recursos que apliquemos y con la diligencia que los apliquemos, marcará los niveles de éxito si la misma es superior a la energía aplicada por los demás. Y es obvio (nuevamente debo decirlo) que la dictadura cívico-militar venezolana ha aplicado más energía que aquellos que han intentado el retorno de la democracia al país. Mucha convicción democrática y de visión institucional es necesaria para que esa energía se revierta y para que un día el ganador de elecciones libres, justas y transparentes como debió haber sido en el caso de Edmundo González, pueda asumir la Presidencia de Venezuela. En un marco político de paz y tolerancia.
En esas convicciones del presidente Carter y el presidente Mujica, las ideas de democracia, desarrollo, justicia e igualdad deben ser válidas para todo lo que tiene políticamente vida y conocimiento; el desafío político y social es llevarlas de la conciencia a la forma sistémica práctica que pueda accionar los procesos de cambio.
(*) Secretario general de la OEA.