Por Ope Pasquet (*) | @OpePasquet
El pasado 31 de marzo se cumplió un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1933 y de la inmolación de Baltasar Brum en acto de resistencia al atropello, el mismo día.
Mientras duró el llamado “régimen de marzo” -es decir, la dictadura de Terra con el apoyo de Herrera- y aún muchos años después, la figura de Brum fue un símbolo de la lucha contra la opresión. Tras la muerte de Batlle y Ordóñez en 1929, Brum había pasado a ser la figura más prestigiosa del Batllismo; su muerte heroica lo instaló definitivamente en el corazón de su partido y en la consideración respetuosa de todo el país. Los jóvenes batllistas de aquellos años se reunían para evocarlo a él y también a Julio César Grauert, asesinado por la policía de Terra pocos meses después del golpe; a esa generación, esas muertes la marcaron para siempre. Uno de sus más destacados integrantes, Luis Hierro Gambardella, evocó a Brum cuando en la sesión del Senado del 27 de junio de 1973 expresó su oposición radical a la dictadura naciente. Y cuando algunos años más tarde, en ocasión del decisivo plebiscito de 1980, una nueva camada de jóvenes batllistas se inició en la vida cívica, la fotografía de Brum parado en la puerta de su casa de la calle Río Branco con un revólver en cada mano era uno de sus emblemas.
Hoy, 86 años después de los sucesos de 1933 y a 34 años del restablecimiento democrático de 1985, los jóvenes que integran la agrupación estudiantil universitaria conocida como “la Brum” se reúnen en torno a aquella figura y en la casa del Partido Colorado vuelven a convocarse reuniones para rendirle homenaje a su memoria. Vivimos en democracia, tres partidos políticos se han sucedido pacíficamente en el gobierno y nadie teme una ruptura institucional. ¿Por qué, entonces, sigue tan vivo el recuerdo de un hombre cuyo nombre se asocia de manera indeleble a un acto de resistencia definitiva y total a un golpe de Estado?
Sucede que el gesto de Brum no se agota en su dimensión política, definida y acotada por la concreta circunstancia histórica en la que se produjo; hay también una dimensión moral insoslayable, a la que nuestro presente otorga una relevancia extraordinaria.
La ciudadanía, hoy, mira con escepticismo e irritación a la política y a los políticos. Duda de la honestidad, de la competencia, de la laboriosidad y del grado de compromiso de la dirigencia de todos los partidos con esos valores superiores a los que en sus discursos dice defender y poner por encima de todo. El cuestionamiento es radical y mete a todos en la misma bolsa: “Son todos iguales…”.
Obviamente, la crítica generalizada y al barrer es injusta, como cualquier persona sensata, razonando serenamente, habrá de admitir. Pero reconozcamos también que en la indignación popular hay un fondo de verdad y de razón. Hay momentos, actos y situaciones de la vida política que dan vergüenza.
En estos últimos días se han sucedido hechos que en otros tiempos hubieran resultado impensables. Legisladores que se manifiestan dispuestos a cambiar de partido político como quien cambia de camisa; ciudadanos con aspiraciones políticas que dan a entender, sin ningún pudor, que oyen ofertas de distintos partidos para incorporarse al que resulte el mejor postor; funcionarios que condicionan la aceptación de altas responsabilidades públicas, para las que fueron oportunamente votados por la ciudadanía, al resultado de azarosas gestiones para obtener puestos -mejor remunerados- en la AUF; precandidatos a la Presidencia de la República, nada menos, que van a votar por primera vez cuando se voten a ellos mismos (¡!) y que ignoran los datos básicos de la sociedad y el Estado que pretenden desvergonzadamente conducir, a fuerza de campañas electorales multimillonarias…
Y estos son los hechos más recientes; antes hubo el abuso de las famosas tarjetas corporativas, legisladores conduciendo sus autos en estado de ebriedad y causando con ellos daños y lesiones a terceros, el vicepresidente que mentía sobre el título profesional que decía tener y nunca tuvo, los que dijeron haber visto el título inexistente, el “aval perfecto” del BROU al “caballero de la derecha” y la gran farsa del remate de los aviones de Pluna, el ministro que se hizo construir un bulín en el ministerio, la compra de sillas de tres mil dólares cada una en la misma Ancap a la que hubo que recapitalizar porque estaba fundida, y suma y sigue… ¡Como para que la gente no esté indignada!
Comparar todas estas evidencias de descomposición de la moral política en el Uruguay con el gesto heroico de Brum, puede resultar excesivo y hasta abusivo; nadie resiste una comparación así. Aceptemos eso, y no pretendamos que los políticos, ni los altos funcionarios de gobierno, derramen su sangre por las causas que dicen defender. Felizmente vivimos tiempos más normales, más tranquilos, en los que esos sacrificios supremos no son necesarios.
Hoy ya no necesitamos héroes en la vida política, y esperemos no necesitarlos nunca más. Pero lo que necesitamos, sí, son dirigentes políticos que asuman a conciencia ese “deber de ejemplaridad” que postulaba Ortega y Gasset. Dirigentes que cumplan sus tareas con decencia y decoro, “que vengan a servir y no a servirse”, como gusta decir Ernesto Talvi, y que demuestren con su conducta un compromiso profundo y auténtico con los principios y valores que se espera que representen dignamente.
Brum encarnaba todo eso: las convicciones profundas, los altos ideales, el compromiso vital con ellos, la conducta de firmeza inconmovible, la integridad insospechable. Se decía demócrata y batllista, y ¡vaya si demostró hasta qué punto lo era!; cuando llegó la hora de la prueba, gritó “¡Viva Batlle! ¡Viva la democracia!”, y se partió el corazón de un balazo para que su sacrificio fuera bandera en la lucha contra la dictadura que comenzaba ese día.
No importa la opinión que se tenga del suicidio desde el punto de vista filosófico; no importa tampoco lo que se piense acerca de lo que Brum quería para el Uruguay -convertirlo en el “pequeño país modelo” soñado por don Pepe-; lo que todos debemos reconocer y valorar desde la perspectiva que nos marca el presente, es la autenticidad y la integridad moral de un hombre, de un político, que demostró que era capaz hasta de dar su vida por sus convicciones.
Que su ejemplo nos ilumine a todos.
(*) Diputado por el Partido Colorado.