Por Miguel Pastorino (*) | @MiguelPastorino
Las redes sociales nos han permitido un nivel de comunicación insospechado hasta hace pocos años. Además de crear un nuevo horizonte mental en el modo de producir contenidos y de conocer las noticias, han horizontalizado la producción y todos -los que tienen acceso- tienen voz. Pero los estudios científicos en neurociencias y psiquiatría se muestran cada vez más preocupados por la adicción que producen las redes sociales, la ansiedad y la depresión que acecha a quien queda atrapado en el mundo on line, especialmente en niños y adolescentes. Hay personas que tienen terror de no estar conectados a internet. La escasa tolerancia a la frustración, que aumenta en nuestro tiempo, encuentra una válvula de escape en los teléfonos móviles: si estás aburrido, si estás estresado, si estás cansado, automáticamente te sumerges en la tablet o en el smartphone. Es el escape más rápido de cualquier situación desagradable o del simple aburrimiento.
Por otra parte, aunque hoy podemos acceder a un caudal incontable de información disponible, somos más vulnerables ante los contenidos falsos porque no se dispone de criterios para el discernimiento, ni se dedica tiempo a buscar fuentes o evidencias. Es como si nos alcanzara con nadar en la superficie sin enterarnos de la verdad de absolutamente nada, ni tampoco molestarnos con tratar de comprender un poco más.
Los periodistas saben que cada vez menos los usuarios de los sitios periodísticos leen un artículo completo, la mayoría se pasea entre titulares y con suerte leen un copete o algún párrafo marcado en negrita. Todos opinamos a partir de titulares u opiniones y comentarios que no verificamos su origen, haciéndonos incapaces de llegar al fondo de las cosas. En forma constante recibimos sin demasiado discernimiento una lluvia de informaciones sin comprobación, de una amplia y desconocida diversidad de fuentes y se las comunica sin reparos públicamente.
La vida fuera de las redes
Cuando dejamos de preguntarnos el por qué y el para qué de las cosas, cuando la verdad no importa y solo basta buscar la utilidad de las cosas y de las personas, cuando sustituimos razones por sensaciones, la vida se vuelve banal. Encontramos cada vez más personas adictas a pasar de una experiencia a otra, de una novedad a otra, en un círculo vicioso de consumo que no va a ninguna parte y que va sumergiendo a cada uno en una pavorosa soledad y en una incapacidad para ver a los otros y la propia vida en su realidad más profunda.
Una sociedad que pierde la capacidad reflexiva y sólo vive en la inmediatez de la gratificación instantánea aumenta la ansiedad y la depresión, porque cuando no se tolera esperar, cuando no se tolera frustrar expectativas demasiado altas, surge la desesperación. No hay tiempo para aburrirse, por eso hay menos creatividad. No se quiere pensar demasiado y se simplifican las ideas y la realidad, se leen resúmenes de libros, pero no obras completas, sacamos miles de fotos, pero no contemplamos tanto los momentos importantes de nuestra vida, se quiere llegar antes, pero no se va a ninguna parte. La nueva configuración de la cultura, de la comunicación y de los vínculos, afecta también al sentido de la vida y la forma de comprendernos a nosotros mismos.
Cada vez más investigadores coinciden en que el mejor modo de aprovechar las nuevas tecnologías es saber vivir en un mundo off-line. Esto no significa vivir desconectados, pero sí administrar la vida on line para que esta no se vuelva la única vida, sino tan sólo un aspecto de nuestra vida. Aprender a esperar, a contemplar, a tener conversaciones profundas, exige salir de la velocidad on line que salta de una cosa a la otra y no sabe esperar, para entrar en el mundo de la vida donde aprendemos a esperar y a mirar con otros ojos la realidad, donde las cosas más importantes no producen resultados inmediatos, donde no se puede “bloquear” lo que no nos gusta, donde hay que aprender a vivir la vida en su integridad sin huir, sino haciendo de ella algo que valga la pena vivir.
El contacto con la naturaleza, el diálogo íntimo y profundo con los demás sin mirar el teléfono, el poder leer un buen libro en silencio durante horas sin necesidad de sacarme una foto o publicar una frase que me pareció interesante, es algo que nos hace más libres y menos adictos. El tema del uso de internet, de las redes y la adicción al teléfono móvil despierta toda clase de debates y posturas extremas, desde la ingenuidad de que “es el mundo que se viene” y hay que aceptarlo así, hasta el pesimismo de que los celulares “nos atrofian el cerebro y la vida social”. Ni lo uno, ni lo otro. Como tantas cosas de la vida humana, dependen del uso que le demos, de la madurez con que se las utilice, de la libertad que tengamos frente al mundo on line. ¿Es un imperativo publicarlo todo? ¿Es una necesidad? Cuando su uso está mediado por la reflexión, el discernimiento y existe la libertad de desconectarse para priorizar los vínculos y la vida real fuera de internet, no es un problema sino una herramienta en un mundo hiperconectado. La vida siempre es mucho más rica que lo que publicamos, mucho más importante que lo que mostramos, mucho más valiosa que lo que otros puedan opinar.
(*) Doctor en Filosofía. Master en Bioética y Magíster en Dirección de Comunicación.
Profesor en la Universidad Católica del Uruguay.