Por: Dr. Juan Raúl Williman Sienra (*) | @jrwilliman
La denominada “Operación Océano” parece haber despertado la conciencia en nuestra sociedad respecto de un tema tan grave como naturalizado: la explotación y la violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes.
Se trata de un fenómeno cultural, arraigado en la sociedad, que no conoce de estratos sociales, condiciones socioeconómicas o niveles socioeducativos. En los hechos, atraviesa todos los sectores de la sociedad, fundamentalmente, porque como ha puesto de manifiesto la “Operación Océano”, difícilmente se asume como delito; ni siquiera las víctimas y victimarios se perciben como tales.
Pero además, las circunstancias de hecho que contextualizan este delito, aun cuando en el autor no exista conciencia de que su conducta es delictiva, se presentan en formas de clandestinidad y reserva, lo que dificulta la real dimensión del problema. En todo caso, las denuncias en trámite por este delito que llevan adelante las Fiscalías de Delitos Sexuales, visibilizan parte de un fenómeno de gran magnitud.
La causa penal en trámite, que hoy alcanza una quincena de víctimas y más del doble de imputados, también dejó en evidencia que en general los clientes son personas que no presentan trastornos mentales, no registran otros antecedentes delictivos y están integrados en la sociedad de manera adecuada.
Entre los imputados hay profesionales universitarios, políticos, empresarios y docentes, entre otros, a quienes en su mayoría –salvo excepciones- les resulta difícil asumir su condición de victimarios y, por ende, comprender la vulnerabilidad de las víctimas.
Claramente esta dificultad responde a patrones culturales arraigados de manera muy fuerte en la sociedad. Sin duda la “Operación Océano” representa un cambio en estos patrones culturales que van en sentido opuesto a los ya instalados y que efectivizan el espíritu de todas las leyes tuitivas de niños, niñas y adolescentes, cuya vulnerabilidad y necesidad de tutela está dada, por su condición de tales.
Por supuesto, factores como la pobreza, en todas sus manifestaciones, hasta llegar a las más profundas, como cuando no están cubiertas las necesidades básicas para el ser humano, acentúan esta vulnerabilidad.
Pero importa que la sociedad asuma que la protección hacia niños, niñas y adolescentes es necesaria, en primer lugar, por su condición de tales.
Es por esa razón que la ley no acepta la posibilidad de un consentimiento válido por parte de un adolescente –o niño o niña-, simplemente no lo puede otorgar válidamente, no lo puede hacer para un negocio inmobiliario, o para cualquier contrato en el que se requiera capacidad de goce y de ejercicio, mucho menos para disponer de su cuerpo y su libertad sexual en relación a un adulto, estableciéndose una clara relación de asimetría.
El límite de edad no es un capricho normativo del legislador, es cuidadosamente estudiado y responde a múltiples criterios, entre ellos, uno científico que la neurociencia explica mejor que nadie, y es en base a dichos criterios que se sustentan tanto los convenios internacionales que tutelan los derechos de niños, niñas y adolescentes, como nuestro propio Código de la Niñez y la Adolescencia.
Por esa misma razón, no es posible trasladar la responsabilidad a las víctimas. Si estas no pueden otorgar válidamente su consentimiento, tampoco pueden ser responsables de sus conductas frente al adulto.
La alegada confusión por la apariencia adulta, el engaño o desconocimiento de la edad de las víctimas –que se pretende ingresar como un error de tipo que deriva en una exclusión de responsabilidad- no opera en estos casos.
Un hecho trágico ocurrido en marzo de este año, con la desaparición de una adolescente de 17 años, cuyo cuerpo se encontró unos días después en el Arroyo Solís Chico, dispara una investigación en la que toda la sociedad coloca su mirada. La investigación inicial determinó que había sido un suicidio, y derivó en una denuncia de abuso sexual, que al poco tiempo desencadenó esta investigación considerada la más trascendente en materia de explotación sexual de menores en nuestro país.
La “Operación Océano” pone en tela de juicio realidades que forman parte de la vida de nuestros niños, niñas y adolescentes, como la violencia sexual, el uso y abuso de estupefacientes, la exposición ilimitada en redes sociales y los mensajes de una sociedad de consumo que los debilita.
Fue en marzo de este año que la “Operación Océano” expuso públicamente estas realidades, pero es importante que recordemos que la Ley 17.815 de violencia sexual contra niños, adolescentes o incapaces fue promulgada el 6 de setiembre del año 2004, esto es, hace 16 años.
Desde esa época contamos con una ley que dispone que quien pagare o prometiere pagar o dar a cambio una ventaja económica o de otra naturaleza a persona menor de edad o incapaz de cualquier sexo, para que ejecute actos sexuales o eróticos de cualquier tipo, comete un delito. Claramente si existe promesa de remuneración o ventaja y la persona a quien se le ofrece tiene menos de 18 años, en todos los casos estaremos ante una situación de explotación sexual.
Y respecto de las mujeres, desde el año 1993 Naciones Unidas entiende por violencia contra la mujer todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino, que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, así se produzca en la vida pública o privada de las personas.
Se ha discutido incluso si la explotación sexual encuadra en una situación de violencia de género y la respuesta es evidente, y se encuentra en los artículos 3 y 4 de la Ley 19.580. La normativa es contundente, y por supuesto, es el Estado el primer responsable de prevenir, investigar y sancionar la violencia basada en género hacia las mujeres, así como el principal responsable a la hora de proteger, atender y reparar a las víctimas.
Hoy la atención está centrada en la causa penal, en el número de imputados, en quiénes son, si se hacen públicos sus nombres, en las víctimas y qué es lo que hicieron, y en el reproche penal que pueda recaer. Nuevamente se busca que el derecho penal, que debe ser de “última ratio”, sea una herramienta para la solución de problemas, en este caso relativo a la violencia sexual en menores.
Nuevamente perdemos de vista que antes que el Derecho Penal está la promoción y educación de valores y la prevención, y el Derecho Penal aparecerá cuando ya no sea posible prevenir el conflicto y este se encuentre instalado, tratando de reparar las consecuencias dañosas.
La explotación sexual de menores no es un fenómeno cuya prevención y desaparición dependan del sistema penal, ni del sistema de administración de justicia, que actúa cuando ya existe una víctima que necesita ser acompañada en el proceso de reconocerse en cuanto tal y eventualmente reparar –en la medida de lo posible- las consecuencias dañosas del delito.
La sociedad no quiere que exista explotación sexual de menores, hay mucho camino recorrido en pos de este objetivo, pero también es verdad que queda mucho más por recorrer, si queremos promover un verdadero cambio cultural.
(*) Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Udelar). Maestrando en Ciencias Criminológico-Forenses (UDE). Profesor de Derecho Procesal en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UDE. Profesor Grado 3º de Técnica Forense II y III en la Facultad de Derecho de la Udelar. Encargado del Consultorio Jurídico Descentralizado en materia Penal, especializado en asistencia a las víctimas y familiares de las víctimas del delito, Convenio Udelar-Asfavide, Ministerio del Interior. Consultor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación.