Por Pablo Abdala (*) | @pabloabdala66
La Cámara completó el trámite y aprobó el proyecto de ley que establece la inclusión imperativa de personas de ambos sexos en las ternas de candidatos a integrar los órganos electivos nacionales, departamentales y municipales, y de dirección de los partidos políticos. El Partido Nacional, por tratarse de un asunto en el que no hay verdades únicas, sino por el contrario, visiones y sensibilidades diferentes, dejó en libertad de acción a sus legisladores. Varios integrantes de nuestra bancada votaron a favor, y otros lo hicimos en contra.
Independientemente de los aspectos formales, y de un posible apartamiento de los preceptos constitucionales, es evidente que esta iniciativa consagra un instrumento con la proclamada finalidad de procurar una mayor igualdad entre los géneros, en el ámbito de la representación política. No obstante, se trata de una fórmula – la llamada ley de cuota o ley del tercio – que lejos de introducir más igualdad y de facilitar una mayor participación de la mujer en los planos de decisión política, cual es su legítimo objetivo, terminará por disminuir y desprestigiar su condición.
No debe olvidarse que la solución que se postula, se sustenta en la idea de corregir una discriminación con otra discriminación. Partimos de la percepción de que esa circunstancia no enaltece la condición de la mujer; es más, la misma parece insinuar, aunque no sea la verdadera intención, que la capacidad, la idoneidad y la aptitud de las mujeres no han sido, no son, ni serán suficientes para que ellas puedan abrirse paso en la conducción de los asuntos públicos. Lo que viene de expresarse, además, seguramente adquirirá una virtualidad aún mayor, a la luz de la muy discutible eficacia práctica del instrumento preconizado, en el marco de las reglas electorales de nuestro país, como parece sugerirlo la experiencia anterior.
A nadie escapa, por supuesto, que este tipo de medidas de “discriminación positiva”, conocidas también como “acciones afirmativas”, se han ensayado en infinidad de sociedades democráticas, y en otras tantas aún se discuten. Pero, de la misma manera, nadie debería desconocer que en esta materia como en otras, la realidad de cada país es diferente. Cabe preguntarse, entonces, cuál es la situación que al respecto enfrentamos en el Uruguay, lo que motivará seguramente respuestas diferentes en función de la valoración política que a propósito se haga.
Nuestro país vive en un régimen de derechos y garantías, en cuyo contexto rige la igualdad de todos los ciudadanos de manera irrestricta y la más amplia libertad electoral, tanto para electores como para elegibles. No se trata, por lo demás, de una realidad meramente abstracta, solamente contemplada por la norma jurídica, ya que la misma tiene su confirmación en la práctica de la política nacional. Lo contrario sería sostener que al menos en las últimas décadas, en Uruguay no tuvimos una democracia plena; sería como postular una especie de violación técnica de la Constitución, a través del tiempo, en aquellos aspectos que hacen a la legitimidad de la elección de los gobernantes. Ello, en tanto y cuanto la igualdad y la libertad habrían quedado rengas, cojas, o habrían sido puramente teóricas, por la supuesta imposibilidad de hecho que habrían enfrentado las mujeres para postularse.
El argumento recurrente de que el 52% de la población ha estado por esa causa subrepresentado, permite una comprensión más clara del problema. Si fuere cierto lo que parece difícil de sostener, es decir que la totalidad (o la enorme mayoría) de las mujeres votarían solo a otras mujeres para que las representen, la constatación de que ello no se haya reflejado en los resultados, conduciría a la conclusión de que las elecciones en Uruguay no han sido completamente libres, aún cuando la ciudadanía, en general, no lo hubiese advertido.
Ello no es ni ha sido así, en la misma medida en que no ha habido, entre nosotros, una conspiración de hombres contra mujeres para provocarles un perjuicio o cerrarles el paso, tanto a nivel de los diferentes partidos políticos, como del conjunto de los mismos. Cabe preguntarse, sin duda, ¿cómo se explica, por lo tanto, que la presencia femenina en el Parlamento sea tan baja con relación a la del sexo masculino? La razón es la misma según la cual, solo algunas décadas atrás no había la más mínima participación de las mujeres: toda esta discusión no puede abordarse con objetividad si no se reconoce o advierte que pesan sobre ella aspectos culturales que son de la sociedad – no solo de la política – y que señalan un cambio tan saludable como reciente.
En efecto, el avance de la mujer en la sociedad hacia nuevos roles y mayores responsabilidades, visto en perspectiva histórica, no es un fenómeno lejano. Su masiva irrupción en el mercado de trabajo, tampoco. En nuestro país, que es lo que más importa, viene ocupando cada vez mayores espacios, y la política no es ajena a ese juicio. Bastaría con detenerse en algunos rubros de la vida nacional para comprobarlo, como la labor profesional, la docencia, o la actividad del sector privado en general; a partir de un análisis la mayoría de las veces cuantitativo pero siempre de tipo cualitativo, porque cada vez más las mujeres ocupan espacios de visibilidad y liderazgo. En el plano de las tareas de gobierno, señoras juezas y señoras fiscales son mayoría en el sistema judicial, el gabinete y la administración de entes y servicios son ejemplos elocuentes, y el Poder Legislativo no es excepción, más allá de que el número de legisladoras pueda considerarse, en la actualidad, insatisfactorio o insuficiente.
En otro orden, el proyecto de ley aprobado por la Cámara contendría una contravención a la Constitución. El establecimiento de la obligación, que se consagra sin límite temporal alguno para la conformación de las listas, a diferencia de la solución contenida en la ley de 2009, implicaría una violación de la norma constitucional por introducir, en forma indefinida, una limitación al principio de igualdad, con la excusa de superar una situación de discriminación. Ello contradice lo que al respecto sostiene la doctrina, tal como resultó de la comparecencia del doctor Martín Risso a la comisión.
Sin perjuicio de las de derecho, hay objeciones de hecho que podrían formularse sobre el punto. Tal resolución estaría – implícita y resignadamente – aceptando que las mujeres necesitarán por siempre una alteración del orden constitucional, a los efectos de lograr una participación igualitaria y justa, lo que no se comparte por los argumentos antes mencionados.
Como dijimos al comienzo, en esta particular cuestión, como en tantas otras, no hay verdades absolutas, ni los buenos están de un lado y los malos del otro. La discusión dejó de manifiesto que todos los partidos y sectores y, con seguridad, la totalidad de los legisladores, somos partidarios de la participación equitativa de ambos sexos en la conducción de los asuntos públicos. También de la igualdad de género, entendida como igualdad de oportunidades. Sin embargo, ello no indica que, necesariamente, todos debamos coincidir en la valoración de los hechos y de los instrumentos, particularmente del que estuvo a consideración.
La presencia activa de las mujeres en la actividad política es esencial para la calidad de la democracia, como lo demuestran los hechos. Estamos comprometidos con ella, pero a través de actitudes sinceras y elocuentes, y no de fórmulas preconcebidas que permitan enjuagar conciencias pero sean de dudosa eficacia práctica.
(*) Diputado de Alianza Nacional – Partido Nacional