Por Pablo Abdala (*) | @pabloabdala66
Ayer, concomitantemente al inicio del nuevo período legislativo, el presidente de la República conmemoró el tercer año de su segundo mandato. Al gobierno, entonces, le restan dos años de actuación, el segundo de los cuales coincidirá con las sucesivas instancias electorales de carácter nacional y con la transición hacia la administración que se iniciará el primero de marzo de 2020.
Lo último viene a cuento, por aquello que Wilson expresó en otro tiempo y con relación a una circunstancia diferente de la vida del país: los gobiernos son casi omnipotentes los primeros seis meses, los siguientes son fuertes pero ya no omnipotentes y, al cabo del año, serán lo que hayan conquistado en el año que terminó.
El mensaje parece claro y entendible: más allá de que los plazos puedan extenderse un poco más o un poco menos, en función de la realidad política de cada coyuntura, es evidente que los gobiernos – todos – tienen su crédito intacto y, por lo tanto, están en la plenitud de su capacidad política al momento de iniciar la tarea, pero – por cierto – eso no es para siempre. El primero de marzo del primer año de toda administración comienza una cuenta regresiva tan indefectible como progresiva que, por lo general, coincide con un debilitamiento de las ilusiones de los más crédulos y de las expectativas de los más escépticos. Por esa razón, todo aquello que no se haya concretado en los primeros años o, tal vez, en la primera mitad de la gestión, difícilmente se pueda lograr con posterioridad.
Lo antedicho no solo es aplicable al actual gobierno sino que, además, lo es especialmente por dos razones objetivas fácilmente comprensibles: este es el tercer gobierno consecutivo del Frente Amplio, no el primero y, de ellos, el segundo que encabeza el Dr. Tabaré Vázquez.
Cabe preguntarse, por lo tanto, en qué medida se aprovecharon el tiempo y las oportunidades, y cómo se utilizó aquel crédito que la ciudadanía otorgó. Por supuesto, hay que hacerlo a la luz de los resultados y, para eso, es indispensable hacer una valoración de la realidad del país, en un análisis que es siempre subjetivo pero no por ello menos sincero.
En tal sentido, el balance que como actores políticos hacemos es francamente negativo. No solo eso: nos preocupa – y nos preocupa mucho – la realidad a la que se enfrenta el país. Nuestro grupo político declaró, y lo hizo con el sentido de responsabilidad que corresponde, lo que aquí y ahora queremos reiterar: Uruguay sufre una situación de deterioro en las más diversas áreas, y ella es consecuencia de la ausencia de ideas y de la incapacidad de acción que parecen haber paralizado al gobierno en todos los asuntos importantes (la economía, la seguridad, el trabajo, la educación y la inserción internacional).
Lo que viene de expresarse es la conclusión general, por lo que corresponde abonarla con algunas consideraciones particulares. La primera es que, detrás de aquella afirmación categórica, hay un problema político muy nítido. El presidente de la República es el jefe del gobierno, por lo tanto, el responsable de su conducción, pero está muy solo y, tal vez algo peor, muy cercado, presionado y limitado por sus propios compañeros. El país tiene un problema de gobernabilidad, pero – curiosamente – lo tiene bajo la conducción de un partido – o coalición de partidos – que goza, supuestamente, de mayoría absoluta en ambas cámaras del Poder Legislativo.
¿Quién puede dudar que las diferencias políticas que anidan en el Frente Amplio han resultado un freno para la actuación del Poder Ejecutivo? Es notorio que sectores del partido de gobierno, muy vocingleros pero también muy poderosos, han discrepado reiteradamente con el presidente y varios de sus ministros, y no solo por el voto en la OEA contra la dictadura de Maduro, por sostener ellos que en Venezuela hay democracia. También han disentido en la definición de las políticas públicas. Es claro que, en los más diversos temas, el gobierno no ha avanzado, o simplemente no ha tomado medidas, porque el Partido Comunista y algunos otros agrupamientos del oficialismo se han opuesto a ello. Veamos algunos ejemplos.
En materia de inserción internacional, que es una cuestión medular para la economía, el trabajo y el desarrollo del país, hay pruebas muy contundentes de lo que estamos afirmando. Un país pequeño como el nuestro, desde el punto de vista de su dimensión física y material, se juega buena parte de su destino en su política comercial. Sin embargo, no hay tratado de libre comercio con Chile, y todo indica que correrá riesgos cualquier otro intento de naturaleza similar, porque no hay consenso al respecto en la bancada de gobierno.
Idéntica condición aparece en la discusión sobre el tema de la seguridad. ¿Quién desconoce, a esta altura, al menos con fundamento, que Uruguay enfrenta una emergencia con relación a ese cometido esencial? La gente vive con miedo y no se equivoca, porque el Estado ya hace mucho que no garantiza la vigencia de los derechos y las libertades individuales. Por cierto, las causas del fenómeno son múltiples, pero entre ellas hay que anotar el fracaso en la gestión del ministro del Interior, por un lado, y la falta de voluntad política para introducir cambios en la legislación, por otro. En este último aspecto, los preconceptos y la visión ideológica de parte del elenco de gobierno resultaron un lastre para poder avanzar.
La educación es otra cabal y trágica demostración de lo que ha acontecido, o bien, dejado de acontecer. La crisis del sistema educativo y la lucha por el poder que en él se desarrolla, terminan por ponerle una hipoteca al futuro de la sociedad y por ahondar las diferencias que en ella existen, alimentando la segmentación. Muy lejos quedaron las promesas de cambiar el ADN de la educación, que ya no habrá de cumplirse.
Los errores de la política económica, asociados particularmente al gasto público y las definiciones presupuestales, completan un panorama de cuya complejidad no hay lugar a dudas. El déficit de 2000 millones de dólares, financiado, solo en parte, por el aumento de tarifas e impuestos – contrariando las promesas electorales – también obedece al tironeo y al choque de concepciones. Por un lado, el ministro de Economía exhortando a una moderación que finalmente no practica y, por otro, los de conducta dispendiosa que presionan al equipo económico con el falso supuesto de que el dinero público no se termina.
El final del relato, por lo tanto, no puede ser otro que aquel al que nos enfrentamos. Un país con problemas, un pueblo que ha perdido bienestar, y un presidente que, seguramente como consecuencia de las dificultades que enfrenta, pierde el estilo al protagonizar un episodio cercano a la riña callejera, afectando la investidura presidencial.
Al cumplirse tres años de gestión, los que, en términos políticos – no aritméticos – representan más que los tres quintos del mandato, el saldo es poco alentador y para nada auspicioso. Los dos que restan parecen un tiempo demasiado extenso para un gobierno que se muestra agotado y sin capacidad de reacción. Sobre todo, mirando desde la perspectiva de los uruguayos y sus legítimas demandas.
Así las cosas, ayudemos todos a que todo transcurra de la mejor manera y en paz, lo cual incluye – por supuesto, y primordialmente – al propio gobierno, que debería dejarse ayudar. Y, a partir de 2020, tras el pronunciamiento ciudadano, construyamos el cambio que el país merece y está necesitando.
(*) Diputado de Alianza Nacional – Partido Nacional