Isla Rey Jorge (Antártida chilena), 2 feb (EFE).- Cuando se desató la pandemia de la covid-19, que alteró nuestras vidas con largos y desacostumbrados encierros, pocos llegaron a imaginar que aislarse pudiera suponer una necesidad incluso en lugares tan remotos como el desierto, el espacio o la Antártida.
Pero el virus se infiltró en el «continente blanco» y cambió también la rutina de miles de trabajadores, confinados y aislados en uno de los confines del planeta, donde la inmensidad y el viento son la única compañía segura.
Y es que el privilegio de visitar la Antártida requiere de una predisposición total a enfrentar el frío y las limitaciones de habitar el «fin del mundo», pero también compartir el día a día en bases civiles y militares donde la convivencia se extiende por largas temporadas.
EL FIN DEL MUNDO EN PANDEMIA
Nada nuevo para Léa Cabrol, del Instituto de Investigación para el Desarrollo de Francia, y Juan Höfer, de la escuela de Ciencias del Mar de la Universidad de Valparaíso, quienes acumulan a sus espaldas numerosas expediciones al territorio antártico.
Sin embargo, este año con la pandemia en plena efervescencia y la llegada de cepas aún más contagiosas como la ómicron, todo se volvió aún más intrincado. Ambos tuvieron que realizar una cuarentena previa al viaje de siete días, con dos exámenes PCR incluidos.
A lo que se sumó, una vez en terreno, un riguroso control diario de la temperatura y la tensión de lidiar con el constante «miedo» al contagio en el «fin del mundo», donde cada entrada y salida de personas se mide con semanas de antelación.
Todo ello ha hecho más «complicada la programación y la logística de las operaciones», explicó a Efe Cabrol, quien tuvo que cancelar una expedición en 2020 por culpa de la pandemia, pero también «la vida diaria y las relaciones con las otras bases».
Una opinión a la que se sumó Höfer, quien indicó que normalmente a la Isla Rey Jorge, donde ambos se encuentran trabajando, llegan «muchos turistas» y hay «bases relativamente cerca» a las que solían ir a visitar, pero «ahora todo eso está prohibido».
«ESPÍRITU ANTÁRTICO»
La Isla Rey Jorge, situada en el extremo norte de la Antártida, es el lugar con la mayor concentración de bases internacionales del continente, con la presencia de hasta diez países como Chile, Argentina, Rusia, China, Uruguay, Corea del Sur o Brasil y entre las que existe una estrecha relación logística y social.
Todo ello forma parte del «espíritu antártico», detalló a Efe el jefe de la base Escudero e investigador marino del Instituto Antártico Chileno (Inach), Francisco Santa Cruz.
«A veces puede fallar una embarcación y llamas a los rusos, los uruguayos o los coreanos. Pero eso ahora está totalmente restringido y dependemos de nuestras capacidades individuales», indicó Santa Cruz.
Unas limitaciones que se extienden a la vida fuera del trabajo en este apartado rincón, donde el aislamiento llega a límites únicos en el planeta.
SEPARADOS POR EL VIENTO
Uno de los casos más llamativos es el de las bases chilenas Profesor Julio Escudero y Presidente Frei, que se encuentran separadas de la rusa Bellingshausen únicamente por el viento, la barrera natural de la isla, que dibuja una línea invisible que separa dos asentamientos colindantes que siempre parecieron uno.
En sus instalaciones conviven militares, científicos y personal técnico que acostumbraban a compartir jornadas de trabajo, pero también torneos de fútbol y voleibol, asados y seminarios.
Actividades a las que se sumaban los chinos y los uruguayos, también relativamente cerca, o incluso los coreanos y argentinos. Todos ellos abarrotaban la sala común de la base Escudero donde ahora conviven únicamente sus residentes entre partidas de ping-pong y televisión.
Un cambio drástico en el estilo de vida antártico que para Cabrol se resume en su relación con la iglesia ortodoxa rusa que se encuentra en lo alto del valle y que alcanza a ver cada día desde el laboratorio en el que investiga la distribución de las bacterias por los océanos australes.
Una construcción inverosímil a unos pocos cientos de metros de distancia que para la investigadora guarda un simbolismo especial, puesto que unos años atrás su abuela murió mientras ella se encontraba trabajando y no pudo regresar a casa para acompañar a su familia.
Los rusos la acogieron en su iglesia, a pesar de no ser creyente, y le brindaron la oportunidad de velar a su familiar. Una experiencia que es incapaz de relatar sin emocionarse, siempre con la vista puesta en el templo.
El mismo que ahora no puede visitar por el riesgo a contagiarse de Covid-19, la enésima complicación a una realidad que nos recuerda que «trabajar en la Antártida se parece mucho a trabajar en el espacio», reconoció el director de Inach, Marcelo Leppe, por unas «condiciones que están en los linderos de lo soportable en el planeta».
Alberto Valdés