El BCE ha salido de la situación extraordinaria en la que se ha mantenido desde 2014 con los tipos de interés en territorio negativo, tras elevar los tres tipos de referencia en 50 puntos básicos, y dejando así el tipo de refinanciación (de nuevo la referencia de política monetaria) en 0,50%.
Esta subida está por encima de lo preanunciado en junio (25 puntos básicos), aunque en los días previos a la reunión habían circulado ya rumores de que el BCE iba a acelerar el ritmo previsto de subidas. Esta en particular se ha producido al mismo tiempo que se anunciaba, como se esperaba, un nuevo instrumento de política monetaria, el TPI (Transmission Protection Instrument), para controlar así las tensiones innecesarias y desordenadas en los mercados de deuda, una vez que habían finalizado los programas de compras de bonos.
La autoridad monetaria ha lanzado con ello un par de mensajes importantes. Primero que, de momento, sigue más preocupada por los riesgos de inflación que por la desaceleración económica que ya se está produciendo. Christine Lagarde puso más énfasis en subrayar el hecho de que la inflación se está generalizando, extendiéndose a más bienes y servicios y que las medidas de inflación subyacente están aumentando. Con ello, el BCE intenta reforzar su credibilidad antiinflacionista, que se podía ver amenazada al haber mantenido los tipos de interés sin cambios y en negativo a pesar de tener una inflación en cerca del 9%, quedándose rezagado respecto a otros bancos centrales que han acelerado sus sendas de subida, con el consiguiente impacto en el tipo de cambio.
El segundo mensaje, este más implícito pero poco disimulado desde el principio de la comparecencia de Lagarde, es que las dos medidas están interrelacionadas, y responden posiblemente a un pacto entre las distintas tendencias del Consejo de Gobierno: A cambio de acelerar el paso en tipos de interés, aprobamos la nueva medida y lo hacemos por unanimidad -y esto lo subrayó la presidenta desde el principio para contrarrestar las posibles dudas generadas recientemente por el presidente del Bundesbank, Joachim Nagel, al poner en duda la pertinencia del instrumento antifragmentación-. Es un buen equilibrio.
Por un lado, el TPI era necesario para perfeccionar la transmisión de la política monetaria en una unión monetaria incompleta, cuando el mercado presionaba “indebidamente” (sin relación a los fundamentales) a los países de la periferia. Y, por otro, permite al BCE acelerar y no quedarse atrás en su lucha contra los riesgos de inflación, al tiempo que gana margen de maniobra para el futuro.
Lo más novedoso de la reunión, en todo caso, son las características del nuevo instrumento TPI. El BCE comprará activos públicos, con vencimientos entre 1 y 10 años, y se abre la puerta a adquirir otros privados. Más allá de la unanimidad de la decisión, parece muy positivo que el BCE no ponga límites a sus intervenciones, lo que podría haber tentado a algunos a lanzar ataques especulativos. En principio, el deseo de la autoridad monetaria es no tener que utilizar el TPI, algo que se ve reforzado si no es explícito en torno al tamaño de su bazooka. Por otra parte, la condicionalidad impuesta para activar la medida no se separa de la habitual en los distintos controles europeos sobre los desequilibrios macroeconómicos y fiscales, y en principio todos los países entran en la “elegibilidad” -Lagarde dixit-, pero el BCE es menos claro en cómo se evaluará esa condicionalidad y cómo se activará el instrumento. Tampoco ha sido el banco central explícito en cómo esterilizará las eventuales compras de activos, ni si realmente lo hará.
En definitiva, esta última reunión que precede a la pausa veraniega ha traído buenas noticias. Solo cabe esperar que el nuevo instrumento en manos del banco central no sea necesario utilizarlo, algo que genera dudas, sobre todo dado el difícil entorno político y económico en el que se encuentra Europa en este momento.