Existe un camino bastante habitual para adentrarse en el mundo del vino. Llevado por su curiosidad, el principiante, para deleitarse, comienza a descubrir las distintas opciones que este universo casi infinito le ofrece.
A cierta altura del recorrido ya aprendió la importancia de la coloración de un tinto. Sabe apreciar el guindo oscuro y profundo que indica un óptimo estado de salud y la promesa de buena compañía para la carne que está asando en la parrilla. En cambio, un ribete color ladrillo le aconseja ser cauto y le pide utilizar el olfato para saber si ese vino está en plena forma. Es una etapa en la que el novato se apoya y apuesta, a encontrar las evidencias primarias y más fáciles de identificar. Por eso, le encantarán los aromas potentes, frutados y con notas de roble, en caso que el tinto fuera de crianza. En los blancos varietales sabrá valorar un amarillo pálido y comentará en voz alta que huele a frutas blancas, aunque no pueda identificarlas con precisión. Si en vez, se tratara de un blanco fermentado en barrica, aceptará un dorado más intenso y aproximará su nariz a la copa, seguro de encontrar el aroma dulzón del roble. Recorridas las primeras etapas, y ya con una seguridad mayor, esa que le brindan muchas botellas descorchadas, aparece la tentación de armar su propia cava. Seguro que de las conversaciones con amigos y compañeros de catas quedó sembrada una semilla que empieza a germinar. Pero las dudas lo detienen. Sabe que debe contar con un lugar apropiado, de temperatura constante y la menor luminosidad posible. Puede ser que para su cumpleaños le regalen -o él mismo se compre- un armario refrigerado que contenga 24 botellas. Si decide seguir la senda, pronto le parecerá pequeño y hará lo imposible para encontrar un lugar mejor en su casa o apartamento. Es la señal que ya está cerca de alcanzar la meta de este largo camino. Una pasión nueva lo atrapó y lo convirtió en un coleccionista de vinos.
Las claves
Cuando niños juntábamos figuritas, y de grandes algunos se apasionan con los sellos o las monedas; colecciones ambas de objetos inanimados. Pero el vino es un ser vivo que evoluciona, y manejar una cava bien nutrida se vuelve complejo.
Dos factores comunes a todos los vinos son claves para su conservación. El alcohol producido por la fermentación y la acidez natural que le aportan las uvas, contribuyen a que resistan el paso del tiempo y les permitan evolucionar. No es necesario aclarar cómo ayuda el alcohol a la conservación. Un ejemplo casero explica la acción del ácido. Si no queremos que una manzana cortada en rodajas se oxide, le agregamos unas gotas de limón para que mantenga su color y frescura inicial. En el caso de los tintos se agregan además los taninos, que como antioxidantes ayudan mucho a su longevidad. Pero a estos tres factores se le suma un cuarto ocasional, que es el azúcar, presente y muy activo en los vinos dulces. Los tintos de Oporto, por ejemplo, reúnen todas estas condiciones. La acidez y los taninos se los aportan las uvas. Si bien el azúcar también viene de la fruta, su concentración es mucho mayor porque antes que finalice la fermentación se le agrega una porción de alcohol vínico para subir su grado unos tres o cuatro puntos. Junto con los blancos dulces, tipo “Cosecha Tardía”, figuran entre los vinos más longevos del mundo.
Una experiencia irrepetible
Y hablando de oportos, en 2007 fuimos por primera vez a Vinexpo, la gran feria de vinos en Burdeos. Como en todas las exposiciones, el comercio es lo fundamental. Los que van a vender tienen su stand y los compradores deambulan apurados, para llegar a tiempo a la cita previamente concertada. Pero también hay presentaciones especiales, a las cuales se puede asistir acreditando, como en nuestro caso, la condición de periodista. Ese año el Grupo Sogevinus que se integra con bodegas como Calem, Kopke y Burmester, realizaba una degustación de oportos añejos de la cual pudimos participar. Se trataba de ocho etiquetas -la más nueva de 1957 y la más antigua de 1890-. Esta última no gustó, si bien no estaba picado, porque el vino tenía unos amargos que impedían disfrutarlo. Pero la de 1900 era una delicia. Sin ver antes la añada, nadie hubiera podido decir que se trataba de un oporto de 107 años. Fue una experiencia memorable y que no creemos se vuelva a repetir.