Por Juan Andrés Sainz (*)
En un almuerzo de trabajo, un periodista amigo quedó inmerso en una conversación de investigadores económicos que discutían sobre la política monetaria del país. De repente, intrigado, preguntó: “Si el Banco Central no está dispuesto a llevar la inflación al objetivo (4.5%) y además nadie le cree al Banco Central que lo vaya a hacer, ¿para qué fijan el rango meta entre 3% y 6%? ¿Por qué no lo ponen donde va a estar la inflación de verdad?”.
La intención no era irónica, era sincera, y con razón.
En realidad, la respuesta es que sería muy vergonzoso. Nos gusta hacer de cuenta que el Banco Central (BCU) quiere cumplir su objetivo y, de alguna manera, nunca puede. Cuando viene un extranjero curioso uno se queda mucho más tranquilo si el rango meta dice “entre 3% y 6%”; donde lo agarre distraído, hasta parece serio. La meta real del BCU (un secreto a voces) está más arriba, y es que el ritmo de aumento de los precios no pase de dos dígitos, cuando se vuelve más grave.
Bajar la inflación es parecido a hacer dieta: es sacrificado y aburre; los resultados no se ven enseguida. Nuestra grasa corporal (inflación) está haciéndonos mal, pero estamos acostumbrados a vivir con una cantidad tolerable de ella. Comer una milanesa (una política un poquito más laxa) no va a causarnos un problema inmediato y además nos encanta (estimula la actividad económica a corto plazo). El problema es que razonar así acaba en un hábito insalubre; un poco de sobrepeso que no nos mata pero se vuelve crónico: inflación de 7%-8%.
El problema de Uruguay no es el “sobrepeso”. Existen formas claras, estudiadas, factibles de combatirlo. El problema es la falta de voluntad para deshacerse de este. Como quien no quiere salir de la cama (¡qué calentita es!), postergamos el despertador cada cinco minutos.
El problema de la voluntad descansa en un desafío anterior, que es ponernos de acuerdo en algo. Esto, porque bajar la inflación lleva tiempo y a veces requiere más que una administración de cinco años. Mientras el país siga dividido en dos mitades bastante parejas a ningún gobierno le conviene arriesgarse a bajar la inflación, lo lógico es dejárselo al siguiente. En un balotaje, la milanesa es más popular que el brócoli.
El Frente Amplio estuvo en contra: de pagar la deuda externa, de la banca privada, del tipo de cambio único y flotante, de las zonas francas, del modelo forestal… Gobernó y no tocó nada.
En la coalición hoy en el poder hubo opositores: al IRPF, al formato actual de los Consejos de Salarios, a la producción y venta de marihuana estatal… Gobiernan y no tocan nada.
Cuando se busca “Política de Estado” en un diccionario uruguayo cada vez es más frecuente encontrar: “Dejar en el mismo estado que el gobierno anterior”. La otra acepción, la de siempre, sigue ahí también, pero el diccionario advierte con la abreviatura: “(Desus.)”.
Para lograr hacer, en Uruguay, hay que pelearla. Pero una vez hecho, todo el mundo sabe que el gobierno siguiente, cuando se trata de una reforma necesaria, no va a tocar nada que tenga un costo político hundido (“costo hundido” es el término económico para expresar que el “sapo” ya se lo tragó otro, uno mismo no paga nada).
Uruguay es un país carísimo, donde sólo dos cosas son muy baratas: ir al Chuy y ser un “contra”. El motivo es que en ambos casos hay algo parecido a una exoneración, hay alguien que no cobra; en el primero es la DGI (porque no puede) y en el segundo son los electores uruguayos (porque no quieren). Estar en contra de todo es tan barato que es casi gratis. A veces, hasta se recompensa.
¿Alguien cree que si el Frente Amplio gana las próximas elecciones revertirá el aumento generalizado de la edad jubilatoria a 65 años? Y lo más importante: Tras haber estado en contra y no cambiarlo, ¿alguien se lo va a cobrar?
Poco antes de las elecciones pasadas, un político canario fue a la televisión en papel de jefe de campaña de Daniel Martínez. Le preguntaron si leyó el programa de gobierno de sus oponentes, a lo que contestó que “más o menos” y “por arriba” pero, —por las dudas— estaba en contra. No supo explicar de qué. Hoy las encuestas le dan como favorito a ser el próximo presidente.
Cuando no se cobra estar en contra, al menos debe recompensarse estar a favor (de algo). El 26 de mayo el BCU organizó un diálogo sobre las metas de inflación como régimen de política monetaria. En un acto valiente, la economista Tamara Schandy propuso cambiar el rango meta vigente por un sendero que empiece donde se encuentra la inflación hoy y baje lentamente hasta —entonces sí— converger al objetivo actual. Mi amigo periodista habría hecho una mueca de conformidad: el planteo de Schandy (que se ha aplicado así en otros países) promueve la coherencia. Un observador cualquiera podría entender mejor qué se propone la política monetaria. Y, si el plan es en serio, quizás hasta llegue a creerle.
Cada vez más se ve a los expertos locales repetir que la mejor manera de que el Banco Central cumpla con su objetivo es que se vuelva realmente independiente, que sus autoridades no cambien cada cinco años según sean apuntadas por el gobierno de turno. Es posible desanclar su designación del ciclo político y/o hacerlo por mayorías ampliamente respaldadas por distintos partidos. Esa es la experiencia de Chile y Perú, y sus Bancos Centrales han funcionado alentadoramente bien, ajenos a toda turbulencia política que los dos países experimentaron.
A veces también se escucha a los políticos hablar de la misma necesidad. Se los oye muy bajo, casi a los susurros: temen que, si se escuchan entre ellos y se dan cuenta que son varios, estarían casi obligados a ponerse de acuerdo —quedan en evidencia—. La idea de jugársela por su país los aterroriza.
Recientemente el Banco Central detuvo el aumento de la tasa de interés que venía usando para atacar el proceso inflacionario. Su presidente, Diego Labat, no tiene la culpa: al fin y al cabo es un funcionario del gobierno, en un momento en que la actividad económica está adormecida, se acerca 2024 y la gente está hambrienta…
…de milanesas.
La pregunta de mi amigo partía de observar que el rango meta y la inflación “de verdad” corren por separado. Que vayan juntos es posible en Uruguay. Sólo falta un ingrediente: voluntad.
(*) Académico Supernumerario, ganador Premio Academia Nacional de Economía 2022.