El mundo entre 2020 y 2022: cisnes negros por doquier
Que vivimos en un mundo convulsionado e incierto es innegable. Si bien algunos podrían objetar que esta es una realidad que ya lleva varios años, si no décadas, caracterizada por la globalización, el extraordinario desarrollo tecnológico y las crisis económicas o financieras, etc., en lo que a nosotros respecta, estos últimos tres años de la humanidad han sido, por mucho, absolutamente excepcionales. Y en vista de que estamos en el comienzo de un 2023 donde parecería que no mucho más nos pueda sorprender, nos parece conveniente reflexionar, hacer un balance de lo sucedido hasta ahora, tratando de comprender y (admitiendo de entrada las dificultades que esto tiene) “predecir” hacia dónde vamos en medio de esta realidad tan compleja que nos depara el escenario internacional.
Como decíamos, son tiempos excepcionales. Si a finales de 2019 alguien hubiera planteado que en los próximos años el mundo se vería azotado por una pandemia (covid-19) como no se veía desde hace un siglo, un conflicto bélico inédito para Europa desde la Segunda Guerra Mundial y una inflación como no se registraba desde la década de los 80, probablemente habría sido tratado de loco o delirante. Y eso fue exactamente lo que sucedió.
Empecemos… La máxima interconexión que nos brinda una economía globalizada y con bajos costos de transporte que mueve capitales, bienes y personas como nunca antes en la historia, también habilita, en el caso de estas últimas, a la propagación rápida de un virus que desde una lejana y desconocida (en ese entonces) ciudad china como Wuham se esparció rápidamente al resto del planeta. Y un día, el mundo se cerró, con gobiernos de todos los países aplicando cuarentenas con mayor o menor grado de intensidad, que paralizaron por meses empresas y trabajadores. El balance a hoy son unos siete millones de fallecidos, una contracción de la economía global de algo más del 3% del PBI en 2020, de la que nos recuperamos prontamente en los años siguientes.
Pero también quedaron heridas; las pérdidas en cuanto a educación, salud mental, etc. son difíciles de cuantificar, pero existen y no son desdeñables. La destrucción de tejido productivo, con un montón de empresas que no sobrevivieron a los lockdowns tampoco fue menor. Por otra parte, se aceleraron tendencias a nivel del mercado laboral que terminaron en la expulsión de ciertos segmentos de trabajadores cuyas habilidades sencillamente son incompatibles con las exigencias del mercado de trabajo: los menos calificados quedaron más rápidamente obsoletos. Otros lo abandonaron por elección propia en lo que se conoce como “la gran renuncia”, algo nunca visto. Volviendo a un nivel más macro, las cadenas globales de suministros se vieron estresadas y dislocadas, la lógica del sistema capitalista es, por definición, estar siempre en marcha, produciendo, generando riqueza, sin saber convivir con una economía paralizada. Y esto,estimado lector, fue solo el primer shock.
Como decíamos, la pandemia terminó con una contracción relativamente moderada de la economía global en 2020, a la que siguió una fuerte expansión del PBI global en 2021 y 2022 que creció 6.2% y 3.4% respectivamente. Muchos sostienen que esto sucedió gracias a las oportunas intervenciones de gobiernos y bancos centrales que respaldaron a consumidores y empresas con estímulos fiscales y monetarios a una escala desconocida. Con tasas de interés en cero, el crédito continuó fluyendo hacia las economías y los paquetes fiscales proveyeron los recursos necesarios para mantener más o menos a flote el barco. Los países desarrollados, gracias a la potencia de su política monetaria (que combinó bajas tasas de interés con quantitative easing) y profundidad de sus mercados financieros (que les financiaron déficits gigantescos) fueron a la vanguardia en cuanto a estimular sus economías.
El mundo emergente, siempre más vulnerable y con mayores desequilibrios, no pudo desplegar tanto activismo, si bien muchos países se destacaron, como Brasil, que incluso llegó a reducir la pobreza en 2020 gracias a transferencias sociales masivas a los más desfavorecidos, o Chile, que usó los recursos acumulados en épocas de bonanza en combinación con retiros de los trabajadores de los ahorros acumulados en sus fondos de pensión para impulsar la demanda agregada. Sin embargo, como decía Milton Friedman, no hay almuerzo gratis. Con una demanda sobreestimulada, crédito gratis y demasiado dinero en los bolsillos de los consumidores, por ejemplo, en Estados Unidos y otros países desarrollados, la gente ahorró los cheques que el gobierno entregó en plena pandemia y salió a gastarlos masivamente una vez que se reabrió la economía, todo esto sumado a una oferta que no pudo responder a tiempo (muy castigada, por el shock del covid-19) tuvo como resultado natural, la inflación. Este enemigo, tan familiar para los uruguayos (y más aún para los argentinos) pero desconocido para el resto del mundo civilizado, regresó con toda su fuerza en 2021.
La reacción de los bancos centrales, especialmente en el caso de los más importantes, fue lenta. En Estados Unidos, por ejemplo, la Reserva Federal dijo que la inflación era transitoria y siguió con su política monetaria expansiva hasta marzo de 2022, donde finalmente inició el ciclo de suba de tasas más rápido de la historia, pasando de 0%-0.25% a 4.50%-4.75%. Como se dijeron a sí mismos y a la gente que era un problema “transitorio”, la reacción lógica era despreocuparse, no hacer nada. En buena medida, producto de este error de política monetaria, la inflación alcanzó guarismos no vistos en cuatro décadas, llegando a marcar un 9.1% interanual a mitad del año pasado en los Estados Unidos, mientras que en Europa cerró el 2022 apenas por debajo del 10%. Si bien hoy el panorama es otro, y la inflación lleva ya varios meses de retroceso en Estados Unidos y empezó a amainar en Europa, el daño ya está hecho, con presiones de precios extendidas a toda la economía, desde bienes a servicios y muy especialmente a salarios.
Esta primera etapa de desinflación, es decir pasar del 8%-10% al 4%-5%, parece bien encaminada, pero queda mucho trabajo por hacer y se sabe que va a ser bastante más desafiante llevar la inflación desde los registros actuales a la meta del 2% anual. Por si esto fuera poco, el combate contra la inflación implica que los bancos centrales tengan que deprimir la demanda agregada endureciendo las condiciones financieras, esto es, encareciendo el costo del crédito a empresas y familias para que éstas inviertan y consuman menos, lo cual obviamente tendrá consecuencias en el nivel de actividad económica, con países creciendo a tasas “menores a su potencial” en el mejor de los casos, o entrando en recesión en el peor escenario (cosa que hasta ahora se viene evitando). Tal es el precio a pagar por recuperar la estabilidad en los precios. Alta inflación, la más elevada en cuarenta años, recuerde lector, es el segundo gran shock.
Finalmente, hace ya casi exactamente un año, los europeos vieron como su continente era nuevamente escenario de una guerra como no se veía desde 1945, casi ocho décadas, con la invasión a Ucrania por parte de Rusia. Lo que se esperaba fuera una rápida operación militar rusa, se transformó en una guerra en toda regla que ya lleva 200 mil soldados muertos entre ambos bandos y millones de desplazados. Y un detalle adicional: además del coraje del pueblo ucraniano que resiste a un invasor que cuenta con medios superiores y está llevando adelante una destrucción sistemática de Ucrania, el involucramiento de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), proveyendo asistencia militar y económica a los ucranianos, lleva al conflicto a escalar más, día tras día.
Por supuesto, las implicancias de esta guerra no se limitan a cuestiones meramente militares, ya que si bien Rusia es insignificante económicamente -representa menos del 2% del PBI global (y bajando)- es un importantísimo proveedor de materias primas. Es el segundo mayor exportador mundial de petróleo detrás de Arabia Saudita y el tercer mayor productor, después de Estados Unidos y Arabia Saudita. Además, es el segundo mayor productor de gas natural del mundo (y primero en términos de reservas). Por otra parte, junto con Ucrania, ambos países son grandes productores y exportadores de materias primas agrícolas como el trigo y el maíz.
La crisis energética resultante impactó de lleno en todo el mundo, especialmente en Europa, muy dependiente del gas ruso y con una economía además muy intensiva en energía; por ejemplo, Alemania, cuyo modelo industrial y exportador se basaba en buena medida en energía barata proveniente de Rusia. Si bien los precios del petróleo han disminuido pasando de más de US$ 100 el barril a unos US$ 75-US$ 80 en la actualidad, la crisis energética está lejos de resolverse ya que aún antes del shock de la guerra toda una década de baja inversión en energías convencionales (hidrocarburos) en nombre de la promesa que representaban las fuentes renovables ha generado importantes cuellos de botella en la industria energética global, que están lejos de resolverse.
Pero, sin lugar a dudas, la consecuencia más importante de la guerra fue que terminó de poner en guardia a los Estados Unidos, que hoy ve más que nunca amenazado el orden unipolar construido tras el colapso de la Unión Soviética a inicios de la década de los 90. Pero esta vez, aunque genera ruido, el rival no es Rusia, sino China. Lo que muchos veían como una excentricidad de la era Trump, hoy es un consenso bipartidista en Norteamérica. La histórica visita de Pelossi a Taiwán y las acciones del gobierno estadounidense contra China, por ejemplo en materia de semiconductores, constituyen una señal inequívoca de que en Washington perdieron la paciencia. Ahora la prioridad de Estados Unidos será́ contener al gigante asiático rodeándolo con sus aliados, y asegurarse de mantener la supremacía tecnológica (equivalente al predominio militar y económico). El fenómeno de la globalización y el capital americano desarrollando a China va a tener que “reconfigurarse”. De ahí es que se afianzan tendencias como el “reshoring” o “nearshoring”, que consisten en relocalizar la producción desde países como China hacia los propios países desarrollados o sus vecinos más confiables. Ya la pandemia había puesto a prueba a las cadenas globales de producción, mostrando muchas de sus limitaciones, ahora todo indica que éstas deberán reconfigurarse. Ya está pasando, y naciones como México (destino para la producción industrial) y Brasil (que tiene el potencial de convertirse en el garante de la seguridad energética de Europa) estarán entre los más beneficiados. Tercer gran shock, el bélico-geopolítico.
¿Cuáles son los cambios más importantes y cómo hacerles frente?
El primero de los grandes cambios que se perciben tiene que ver con una economía, donde los problemas para la economía mundial vienen más porescasez en la oferta, que por insuficiencia del lado de la demanda. Esto es bastante atípico históricamente hablando: hoy los mercados laborales están ajustados, falta oferta de trabajadores -y más específicamente, de trabajadores calificados-. Las cadenas globales de suministros están en plena reconfiguración, más preocupadas por la resiliencia que por la eficiencia productiva, lo cual también tendrá consecuencias a nivel de la oferta. La energía, que finalmente es lo que mueve al mundo, también enfrenta desafíos en cuanto a la capacidad de ampliar la oferta disponible. Finalmente, muchos países del mundo se están planteando a sí mismos la sustentabilidad ambiental de sus modelos de crecimiento: quieren transitar hacia una economía más verde, que lamentablemente es más cara y ciertamente ineficiente (según que lectura tengamos de lo que es “ineficiencia”, en este artículo se adhiere a la tradicional) y que demanda recursos que no tenemos. Por ejemplo, hoy no están disponible las materias primas necesarias para la transición energética, que es intensiva en litio, cobre y otros metales industriales, además de semiconductores que, adivine lector, tampoco abundan. Vale decir que todo esto es, evidentemente, inflacionario por naturaleza.
Otro cambio relevante tiene que ver con el rol de los bancos centrales. Desde 2008 hasta 2021, la política monetaria fue una potente herramienta anticíclica, que sirvió para estimular y estabilizar tanto a las economías en general, como a los mercados financieros en particular (más de una década de quantitative easing y dinero fácil). Hoy en día, esto ya no es prioridad y muchos bancos centrales tienen, si no de jure, seguro que de facto, un mandato único, que es aniquilar la inflación, por lo que van a seguir drenando liquidez de la economía y mantendrán altas las tasas por un tiempo. Una consecuencia de esto es que la política fiscal de los distintos países va a estar aún más en la mira, dado un menor activismo monetario. Este fenómeno tendrá consecuencias mayúsculas, pero una que seguro dará mucho de qué hablar es su impacto en los mercados financieros, que se han vuelto tremendamente frágiles en los últimos tiempos; otro cambio relevante de cara al futuro.
De modo que, y ya para cerrar, estimado lector, si es usted empresario, líder político, inversor o incluso un simple asalariado, podrá darse cuenta de que en todo cuanto le rodea, hoy lo único cierto es la incertidumbre. Vivimos en un mundo que trata de arreglárselas para salir de distintos shocks, que además se han dado de forma simultánea, como crisis energética en Europa, histórica alza de tasas en Estados Unidos, cierre y reapertura de la economía china, entre otros, que además está atravesado por una creciente tensión geopolítica propia de potencias que se disputan la hegemonía. ¿Cuánto va a durar este estado de cosas? No lo sabemos, ni esta es nuestras manos decidirlo. ¿Qué es lo que sí podemos hacer? Podemos (debemos) planificar, pensar bien en cómo responder ante distintos escenarios, prepararnos para lo que pueda ocurrir y adaptarnos a circunstancias cambiantes. Si queremos que nuestro capital (humano, financiero, político) no se vuelva obsoleto y/o se dilapide, será clave tener inventiva y fundamentalmente ser resilientes. Como diría Taleb, vuélvete antifrágil, o perece.
Juan Manuel Patiño
Académico Supernumerario. Premio Academia Nacional de Economía 2015.