Por: Dr. Juan Raúl Williman Sienra | @jrwilliman
El caso penal denominado “Operación Océano” constituye uno de los procesos judiciales más destacados en la agenda mediática de Uruguay. Este procedimiento se originó como una investigación penal en noviembre de 2019 y, en la actualidad (2025), se encuentra en la fase de juicio oral, instancia que representa el máximo nivel de garantías procesales tanto para las víctimas como para las personas imputadas, según el sistema penal uruguayo.
La investigación fue iniciada por la Fiscalía General de la Nación con el propósito de examinar denuncias de abuso sexual a adolescentes, tras un episodio calificado como suicidio que adquirió relevancia pública en mayo de 2020 con la formalización de las primeras cinco personas. En los meses siguientes, el número de involucrados aumentó, dando lugar al proceso judicial más grande registrado en Uruguay por este delito, con más de 20 víctimas y 33 imputados.
El caso evolucionó de tal manera que la Fiscalía a la fecha obtuvo 11 condenas por proceso abreviado, la última de hace unos pocos días, la condena fue por retribución o promesa de retribución a cambio de realizar actos de naturaleza sexual con respecto a dos víctimas y la pena impuesta fue de tres años y seis meses, pero 18 de esos meses son de prisión efectiva, seis meses de prisión domiciliaria total y seis meses de prisión domiciliaria nocturna.
Mientras tanto, otros nueve imputados se encuentran recorriendo el camino del juicio oral penal, que luego de los alegatos de apertura se encuentra en pleno proceso de producción de prueba, la que seguro por cantidad y complejidad llevará varios meses.
Con el transcurso del tiempo y tras la disminución de la atención mediática, así como más allá de las críticas recibidas por la Fiscalía en su momento, la situación dista mucho del fracaso o “naufragio” de la denominada Operación Océano, como muchas veces se predijo. Este proceso no naufragó, y ello se evidencia no solo en la existencia de 11 condenas firmes, sino también en el hecho de haber transitado y superado las complejas audiencias de control de acusación, y transitar hoy instancias de juicio oral, lo que, independientemente del resultado, constituye una garantía importante para el sistema de administración de justicia.
Ya en el año 2022 en estas mismas páginas, me refería a esta misma causa, en el entendido de que la causa parecía haber despertado la conciencia en nuestra sociedad respecto de un tema tan grave como naturalizado, la explotación y la violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes.
Que como la causa demostró, se trata de un fenómeno cultural, arraigado en la sociedad, que no conoce de estratos sociales, condiciones socioeconómicas o niveles socioeducativos. En los hechos, atraviesa todos los sectores de la sociedad, fundamentalmente porque como ha puesto de manifiesto la “Operación Océano”, difícilmente se asume como delito, ni siquiera las víctimas y victimarios se perciben como tales.
Sin embargo, a la fecha 11 de los 33 indagados originalmente han aceptado y asumido su responsabilidad en proceso abreviado de forma voluntaria, y las víctimas por su lado no tienen ninguna duda, según surge de sus propias declaraciones anticipadas, de su condición de tales.
La causa penal en trámite durante más de cinco años ha permitido comprender ciertos aspectos de una realidad compleja y contribuir a evitar la aceptación de hechos graves que no siempre son fáciles de identificar. Esta dificultad está relacionada con patrones culturales profundamente arraigados en la sociedad. La denominada “Operación Océano” ha producido un cambio en dichos patrones, contrario a los previamente establecidos, promoviendo la aplicación de las leyes relativas a la protección de niños, niñas y adolescentes, quienes requieren tutela debido a su situación.
Ya nos referíamos en el año 2022 a la importancia de que la sociedad asuma que la protección hacia niños, niñas y adolescentes es necesaria en primer lugar por su condición de tales. Y que por esa razón es que la ley no acepta la posibilidad de un consentimiento válido por parte de un adolescente –o niño o niña-, simplemente no lo puede otorgar válidamente, no lo puede hacer para un negocio inmobiliario, o para cualquier contrato en el que se requiera capacidad de goce y de ejercicio, mucho menos para disponer de su cuerpo y su libertad sexual en relación a un adulto, estableciéndose una clara relación de asimetría.
El establecimiento de un límite de edad no constituye una decisión arbitraria del legislador, sino que obedece a un análisis riguroso basado en diversos criterios, entre los cuales destaca el respaldo de la neurociencia. Estos fundamentos han sido considerados tanto por los Convenios Internacionales que protegen los derechos de niños, niñas y adolescentes como por el Código de la Niñez y la Adolescencia vigente en nuestro país.
Por esa misma razón, siempre sostuvimos que no es posible trasladar la responsabilidad a las víctimas si estas no pueden otorgar válidamente su consentimiento, tampoco pueden ser responsables de sus conductas frente al adulto. Pero obviamente será el juez de Juicio primero y luego los Tribunales de Alzada quienes tengan la última palabra.
De todas formas, vale la pena señalar que tanto en los inicios de la investigación, cuando recibía constante atención mediática, como en la actual etapa de juicio oral, nos corresponde reconocer que el Derecho Penal no constituye una solución definitiva para una problemática de tal complejidad. La verdadera respuesta radica en la promoción y educación en valores, así como en la prevención mediante la formación tanto de niñas, niños y adolescentes como de quienes, formal o informalmente, asumimos su cuidado. El derecho penal intervendrá únicamente cuando la prevención ha resultado insuficiente y el conflicto ya se ha materializado, buscando reparar las consecuencias perjudiciales.
La explotación sexual de menores es un fenómeno cuya prevención y erradicación no depende exclusivamente del sistema penal ni del sistema de administración de justicia. Por ello es fundamental reconocer que el juicio oral actualmente en curso y el cambio cultural requerido transitan por vías diferentes; sin embargo, estos procesos se cruzan, especialmente cuando el sistema de administración de justicia, a través de sus sentencias, contribuye y aporta al cambio cultural.
(*) Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Udelar). Maestrando en Ciencias Criminológico-Forenses (UDE). Profesor de Derecho Procesal y coordinador del Diplomado en Derecho Procesal Penal y Litigación Oral en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UDE. Profesor Grado III de Práctica Profesional II y III en la Facultad de Derecho de la Udelar. Encargado del Consultorio Jurídico Descentralizado en materia Penal, especializado en asistencia a las víctimas y familiares de las víctimas del delito, Convenio Udelar-Asfavide-Ministerio del Interior. Consultor para el PNUD. Consultor para Unicef. Integrante del Comité Técnico del Gabinete Coordinador de Políticas destinadas a las víctimas y testigos del delito (Decreto Presidencial 46/2018).